Madrid, una ciudad envasada al vacío
En semanas de encierro y malas noticias, los madrileños viven como en un período de sombras del que esperan salir pronto
"Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres", dice el poema "Insomnio", de Dámaso Alonso. En este momento, el aluvión desolador de contagiados y muertos por el Covid-19 cada día no llega a esa suma, aunque así se siente por momentos. Presumiblemente cerca del esperado pico o meseta de los datos, recordar que hace tan solo un mes esas cifras eran irrisorias y la metrópoli conservaba su natural fisonomía parece ahora algo muy lejano. Estas semanas de encierro y malas noticias se están viviendo como un largo período en las sombras.
En el histórico levantamiento de los madrileños contra la dominación napoleónica del 2 de mayo de 1808 hubo 409 muertos, que fueron suficientes para hacer de esa fecha un hito en la épica de la ciudad: ciudadanos desarmados levantándose contra el poderoso ejército francés, contra la injusticia, contra la crueldad del opresor, como han referido en sus obras infinidad de creadores como Goya, Pérez Galdós o Pérez-Reverte. Hoy ese número de víctimas se supera largamente a diario en una población que enfrenta con pocas armas a su alcance a un enemigo mucho más inasible, desconocido y fantasmal que Napoleón. Desde el principio de la escalada de la pandemia en España, Madrid ha sido un foco clave de la enfermedad y sus habitantes han visto su estilo de vida cortado de cuajo por esta crisis.
Es que esta urbe, desde sus orígenes, cuando aún se llamaba Magerit, ha estado siempre guiada por su luz: la del cielo más límpido durante el día, pero también la de su interminable vida nocturna, hoy encarnada en su oferta gastro (nuevo término para englobar restaurantes, bares, cafés y otros tantos). No se concibe aquí la vida de otra manera que no sea para vivirla gozosamente en las calles, en los parques y en las plazas, y hoy la imposibilidad de hacerlo tiene desorientado y perplejo al madrileño medio. La costumbre de reunirse en bares abarrotados para compartir una copa, una tapa y –sobre todo– esa latina charla que todo lo ironiza y todo lo discute parece algo remoto. Ni qué hablar de las terrazas (las mesas al aire libre en veredas, balcones o azoteas) donde tomar algo en cualquiera de las cuatro estaciones del año, algo que hoy se extraña mucho porque ha sido siempre la escenografía esencial de una capital que vive habitualmente hacia afuera.
Solo el ritual del aplauso colectivo cotidiano de las 20 trae un poco de bullicio. En un principio era para los trabajadores de la sanidad, pero con el correr de los días, la generosidad de la ovación vecinal se extendió a policías nacionales, policías metropolitanos, conductores de buses fantasmales con uno o dos pasajeros, y también –por qué no– a los trabajadores del supermercado de enfrente, que ya son considerados héroes barriales por proveernos a todos de los alimentos cotidianos. En nuestra calle, ellos son alrededor de diez chicas y chicos que devuelven los vítores de balcón poniendo música en altoparlantes, pegando globos y carteles en los árboles de la avenida, bailando en animadas coreografías, y hasta arengando al barrio en una especie de liderazgo comunal que nadie piensa disputar. Uno de los temas que más se escucha y se baila a esa hora es "Solo se vive una vez" (de las Azúcar Moreno, gracias Google), con un estribillo que suena paradójico si uno piensa en la cantidad de gente que –en simultáneo– agoniza a muy corta distancia en algún hospital de los muchos que están desbordados hoy en esta ciudad coronada.
Unos metros más allá algún vecino cumple con el ritual de poner a sonar el himno nacional, alguien grita "¡Viva España!" y se ve ondear la bandera española. Pero cuando algún monárquico va más allá y prolifera un "¡Qué viva el Rey!", ya resulta demasiado para otros vecinos, que abuchean. Porque grietas hay en todos lados, y aquí nadie se olvida del contexto de la crispada lucha ideológica que convive con la democracia española desde hace años. Tal vez el único que no discrimina colores partidarios sea el maldito Covid-19.
Esta Madrid es "eternáutica" hoy, y aunque no hay nieve radioactiva como en el cómic de Oesterheld, caminar por sus calles requiere algo parecido al valor. Estamos ante una muerte silenciosa y en cámara lenta, que se parece a lo que José Saramago describió en algunos pasajes de Las intermitencias de la muerte. Actualmente el número de decesos por día se ha multiplicado tanto que hay todo tipo de problemas de esos que preferiríamos no conocer en detalle: cremaciones suspendidas, listas de espera para incineraciones, entierros sin deudos y servicios desbordados en los cementerios. Los velorios están prohibidos desde hace semanas, desde que, en uno de ellos, en un pueblo de La Rioja, el virus alcanzó a más de 60 presentes. Completando el panorama urbano sombrío, la popular pista de patinaje El Palacio de Hielo fue convertida en una gran morgue. Y el centro de exposiciones Ifema, recinto donde se llevan a cabo las más variadas muestras y ferias, tiene hoy tres pabellones convertidos en un gran hospital de campaña acondicionado en tiempo récord, con 5000 camas para pacientes que son atendidos por 400 médicos y 400 enfermeros.
Fueron muchos los que intentaron "volver al pueblo" para estar más seguros y hacer su cuarentena allí, cerca de padres o abuelos. Madrid es territorio de inmigrantes, y más allá de los numerosos extranjeros que la habitan (los latinoamericanos son mayoría), se radican también muchos españoles que llegan desde otros puntos del país para establecerse en la capital pujante. De ese tipo de migración interna surge el concepto de la "España vaciada" de la que mucho se viene hablando para referirse a los pueblos que quedan diezmados porque las nuevas generaciones emigran a las grandes ciudades, buscando mejores trabajos y condiciones de vida en general. Pues resulta que ahora –frente a esta crisis sanitaria– asistimos a una suerte de revancha: son las ciudades "envasadas al vacío" las que han quedado desiertas. La imagen de esos pueblos –antes casi fantasmales e inhóspitos– se torna de pronto bucólica y tentadora, si se tiene en cuenta que allí sobran cielo y tierra: recluirse siempre es más placentero en la sierra o en el campo.
Mientras tanto, en la gran urbe, las calles desoladas asombran con campañas publicitarias que parecen haber perdido todo sentido. Un perfume de lujo o un viaje en crucero empacados en fotos deluxe de modelos perfectos resultan ridículos para una sociedad que hoy solo consume alimentos y medicinas. En paralelo, la Madrid siempre rebosante de agenda cultural agoniza. Las librerías cerradas ven agravada su situación general y los anuncios de obras de teatro que suspendieron sus funciones, shows musicales que no sucedieron o películas que ni llegaron a estrenarse configuran un paisaje urbano inquietante. A pesar de la catarata de "pijamadas" culturales caseras –con una oferta de tenedor libre gratis– que se suceden en las redes sociales, lo cierto es que las industrias culturales y los servicios que la sostienen están en estado de alarma por el futuro. Lo mismo sucede con el turismo, porque la capital es desde hace tiempo un imán internacional, pero ahora los hoteles están cerrados, e inclusive un par de ellos han sido "medicalizados" para añadir camas a la mermada atención hospitalaria regional. Para el sector turístico, la Semana Santa está hundida y se esperan con pavor los próximos meses: las consecuencias para el sector pueden ser irreparables, con despidos y quiebras incluidos.
Aunque no lo digamos, todos imaginamos una suerte de grand finale, como si algo así fuera posible. Cuando esa especie de medallero olímpico macabro del número de fallecidos, contagiados y curados por región o país se detenga de una buena vez. Cuando el calor típico del verano local se haga presente, con la gente liberada, saliendo de sus casas para volver a trabajar, saludar, abrazar y consumir en una suerte de bacanal de fin de guerra. A pegarse un atracón de calles y sol y aire y terrazas, y beberse la ciudad a borbotones. Es posible. Pero también todos sabemos que Madrid no podrá escapar a las consecuencias de la pandemia: muchos serán los muertos, mucho el miedo acumulado y muchas las nefastas consecuencias económicas por venir como para festejar sin más. Sin duda, y aunque cueste, esta ciudad se va a recuperar, y la vida de los gatos –como se llama a los madrileños desde hace siglos– volverá a tener esa luz que la caracteriza. Aunque todos sabemos que ya nada será exactamente igual que antes.
Sociólogo y editor