Macri y la lucha por un nuevo paradigma
La posibilidad que tiene el Gobierno de liderar una renovación institucional de signo republicano en el país se juega no sólo en el campo político y económico, sino también en el comunicacional y simbólico, que no debería ser descuidado
Apesar de algunos errores y tropezones experimentados en esta etapa inicial de su gestión –que apenas supera los nueve meses–, el presidente Mauricio Macri y la coalición Cambiemos que lo sustenta siguen disponiendo de suficiente aceptación y, por consiguiente, de una interesante oportunidad para producir una renovación institucional, un nuevo paradigma articulado en los valores republicanos, evitando así el efecto de repetición y decadencia que nos azota desde hace décadas.
El adversario a vencer, en pacífica contienda, es obviamente el populismo, con sus distintas cofradías y clubes, que entre nosotros se asienta en el legado del peronismo, de orientación política mutante, de derecha o de izquierda, nacionalista o neoliberal, extremista o moderado, según las circunstancias lo reclamen.
Dos actos recientes, no exactamente peronistas pero atravesados por el espíritu del peronismo, reflejan esta doble personalidad. En uno de ellos, llamado “de la resistencia”, se ejerció el arte de la agresión y el agravio, y si bien tuvo una pobre asistencia, consiguió que reverberaran sus mensajes de odio en el espacio mediático. Otro acto opositor, la esta vez masiva Marcha Federal organizada por el sindicalismo, formuló una crítica dura pero, pese a todo, más apegada a las formas democráticas.
Por encima de estas escaramuzas, lo que causa inquietud y desánimo es la volatilidad del sistema institucional argentino, sumado a la extrema mediocridad del (casi inexistente) debate político que debería modernizar esas instituciones soñolientas. Y aquí está el punto de inflexión, la encrucijada que el presidente Macri y la coalición Cambiemos no pueden desaprovechar. Nada es seguro, nada garantiza el éxito, pero una fuerte apuesta es necesaria, una apuesta a favor de una construcción colectiva de un nuevo régimen, de la alternativa que debería perdurar, no como un nuevo y pesado armatoste hegemónico, sino como una opción democrática superadora.
¿Cuál es el contenido de esta propuesta en la que muchos pensamos y que, por distintos motivos, no terminamos de expresar plenamente? Sólo por razones didácticas, presentaremos aquí algunos de sus puntos principales con su contraparte, a menudo populista pero otras veces nacida de un conformista ?sentido común.
En vez del populismo, la república. En vez del estancamiento constitucional, los cambios indispensables en la Carta Magna. En vez de la concentración del poder, la división de poderes. En vez del Estado omnímodo, la sociedad creativa. En vez del imperio de la dádiva, la cultura del esfuerzo. En vez del festival de subsidios, los puestos de trabajo de calidad. En vez de la emisión desenfrenada, la disciplina fiscal. En vez del enemigo interno que siempre pensará distinto, el rival político capaz de reunirse para las grandes causas. En vez de la imposible igualdad, la menor desigualdad posible. En vez de la frivolidad cortoplacista, los largos plazos (¡a cumplir!) para las infraestructuras. En vez de la degradación de la docencia, la educación como prioridad. En vez del aislamiento y de las amistades contraproducentes, una estratégica ubicación en el mundo global. En vez de la cultura como propaganda, la disponibilidad del patrimonio cultural tangible e intangible.
Y no olvidar: la lucha contra la corrupción, el narcotráfico y las mafias como indeclinable objetivo moral, político y de salvación nacional.
Desde esa perspectiva, el nuevo paradigma parece, por el momento, un sueño o quizás un deseo. La meta es ambiciosa, y aunque confiemos en una lenta mejora económica, falta exigirles a los gobernantes gran capacidad para el consenso, vigor para difundir el programa alternativo (y demostrar que se lo practica) y energía para no ceder ante un eventual regreso populista. Y, sin duda, paciencia para nuestros empresarios.
Es casi un sueño, pero vale la pena intentarlo, sin énfasis ni grandes discursos. Por eso dedicaremos algunas líneas a un escenario menos frecuentado que los decisivos de la política y la economía, pero también de interés considerable: el simbólico comunicacional.
Es el lugar donde se disputan los nombres y la identidad, donde cada bando construye su peculiar sistema de designaciones (propias y de los adversarios), que deberían convertirse en creencias, pero que naufragan, en la mayoría de los casos, como meras etiquetas signadas por la incredulidad. Cada vez nos convencen menos, por ejemplo, rótulos como “izquierda” y “derecha”, o la típica autoasignación argentina de “nacional y popular”, pero tanto en estos casos como en otros se trata de palabras de valor emocional e identificatorio, cuyo papel en la contienda política no conviene desdeñar.
El principal partido de la coalición gobernante, Pro, ha optado por formas de comunicación que podrían calificarse de light y que hasta ahora le han dado bastante buen resultado: se trabaja de manera intensiva con las redes sociales, se usa el “puerta a puerta” hasta donde eso es posible, se desechan las cadenas nacionales (tan caras a Cristina Kirchner) salvo en casos de excepcionalidad y se prefiere mostrar al Presidente en la actividad diaria y en transmisiones privadas. El presidente Macri no es un líder carismático. Es un político racional. Y por eso se acentúa este aspecto, a costa de otros.
Sin embargo, existe un riesgo. Hace medio año, desde estas mismas páginas advertíamos acerca de los peligros de una política comunicacional excesivamente impregnada de municipalismo, tentación difícil de eludir después de 8 años de gestión (y buena gestión) en la ciudad de Buenos Aires.
Aunque las nuevas tecnologías han modificado la orientación y el modo de comunicar, no se ha inventado aún nada mejor que los grandes medios audiovisuales para servir campañas de alcance nacional, ya se trate de debates de candidatos, entrevistas periodísticas de jerarquía o publicidad política.
Incluso antes de las campañas, en los tiempos “intermedios”, es importante apoyar de manera sistemática y eficaz la promoción de lo que se viene haciendo y de quién es su principal impulsor.
En cuanto a la disputa por el nombre, a las contraseñas que la oposición pretende imponer (el Gobierno es de “derecha”, “neoliberal”, “el partido de los gerentes”), el oficialismo y sus simpatizantes responden con un adjetivo más inclinado hacia lo policial, pero más contundente: “corruptos”. De todos modos, la persistencia en no definirse no parece la actitud más positiva; más sencillo resulta asumir plenamente como propia una “cultura de la coalición”, admitiendo sin gritar un poco de prosapia desarrollista, un poco de liberalprogresismo y el matiz socialdemocrático por el lado de los radicales.
Estas cuestiones simbólicas y de comunicación parecen un asunto menor frente al alza de las tarifas o un empleo que se pierde. Pero el Gobierno y la coalición Cambiemos saben que el cambio de paradigma en el país se disputa simultáneamente en todos los escenarios y que, por lo tanto, el debate ideológico no puede ser eludido ni postergado. El abuso de ideología aleja a la gente, pero no hay política sin ideología. Los partidos políticos atraviesan una dura crisis en todas partes, pero siguen siendo los instrumentos mediadores por excelencia de las democracias.
No hay que tener miedo de usar las cadenas nacionales cuando haga falta (sólo cuando haga falta) para acercar más y mejor la figura presidencial a sus gobernados. Por el momento, quizá lo que hemos llamado comunicación light sea suficiente. Más adelante, ya con las decisivas elecciones de medio término a la vista, y seguramente frente a una exasperada campaña del populismo por mantener sus fortalezas, el debate se hará más incisivo. Sólo hay que esperar que el pasado no prevalezca sobre el futuro. Mientras tanto, una palabra debería ser la contraseña de la vocación civil del Presidente y de su necesidad de impulsar un nuevo paradigma: construcción.