Machu Picchu, la ciudadela que a nadie deja indiferente
Visitar el enclave inca supone un encuentro con la profundidad del tiempo histórico y el enigma de una cultura en armonía con los ciclos de la naturaleza
La combi trepa trabajosamente el camino de montaña que remonta el cerro. La marcha no es lenta porque hay que hacerla a cierta velocidad para que, como se dice en el Perú, "no le gane la curva".
Sobre el flanco de la montaña, una vegetación subtropical deja entrever, de tanto en tanto, misteriosas escaleras de piedra que se internan en las picadas, monte arriba. Hacia la derecha, un barranco interminable que culmina en el trazo plateado del Urubamba, cada vez más lejano a medida que se sube. Una vuelta más? Otra vuelta más? Mil metros de altura se sienten al remontar desde Aguas Calientes, los "baños del Inca", en la base de los cerros, hasta la cumbre. De repente se abre la tupida vegetación y aparece el cielo infinito y el perfil de la ciudad de piedra: Machu Picchu.
Aquí llegué por primera vez siendo adolescente, en un viaje de aventuras e iniciático al que me impulsaron, como a Alonso Quijano, las muchas lecturas acumuladas en pocos años y también la pasión de mi padre, José María, americanista convencido, quien me hizo entender el mensaje continental de Haya de la Torre, eje ideológico de nuestra Reforma Universitaria, y admirar a Juan Lechín, el carismático líder minero. Mi padre no conoció Machu Picchu, pero estoy seguro de que Pablo Neruda le inoculó para siempre el asombro, a partir de la poesía de su Canto general.
El regreso a la "ciudad oculta", a la "ciudad perdida de los Incas" no es para mí inocuo. Es reencontrarme con mi propia historia, una vuelta de la helicoide más arriba, como lo hubiera querido Giambattista Vico. "Corsi e ricorsi?". Solo que la impresión es aún más profunda que lo que esperaba. Como ante las cataratas del Iguazú o al contemplar la serena grandiosidad de las ballenas en Puerto Madryn, ¿quién podría quedarse impávido ante la hierofanía de la piedra y los cerros en el anfiteatro de las cumbres que recortan el cielo, de las sendas que suben la montaña y los terraplenes de cultivo que bajan hacia el abismo, contrariando las leyes de la física? Se trata de un impacto que deslumbra los ojos y genera un vacío en el plexo solar que no es soroche ni puna, sino emoción directa, pura. La conmoción ante la contemplación de una porción del infinito, como cuando en la noche se cuentan las estrellas al borde del mar.
Me pregunto, ¿cómo se suscita semejante emoción? ¿Es solo la admiración ante la audacia del hombre al colgar de una montaña una ciudad- templo, tan cerca del cielo? ¿O hay algo más, que tiene que ver con nosotros, americanos, miembros de la raza cósmica de Vasconcelos y Rodó y Ricardo Rojas? Algo se remueve y nos convoca, una energía especial que se moviliza y resuena en el interior de cada uno, incluso en el de aquellos que, sin saberlo, han llegado en peregrinación a este santuario americano cuya sola contemplación provoca emociones extremas.
Pararse frente al Intihuatana, el observatorio del recorrido de sol que "lo ata a la tierra", según el saber incaico, y lo obliga a volver cada año en tiempos rituales y astronómicos, es entender la renovación del pacto original entre el hombre y la naturaleza que garantiza la fecundidad y las cosechas, justifica el rito y la celebración. Pero es también asombrarse ante el ordenamiento del universo y de la vida alcanzado por muchas culturas andinas a lo largo de una historia que insistimos en desconocer, y que logró una unidad armónica entre el cielo y la tierra, entre los dioses y las mujeres y los hombres, las plantas y los ríos. ¿Cómo no extasiarse al verificar lo que la humanidad americana construyó en soledad, en el aislamiento que le otorgó su insularidad entre dos océanos, a lo largo de muchos miles de años?
Es ocioso pensar que ese pacto entre los seres humanos y la naturaleza haya sido mejor que el conseguido por los pueblos del Viejo Mundo. Lo que es indudable es que fue diferente. Basta ver la jubilosa celebración de la dimensión sexual de la humanidad americana presente en la cerámica mochica, asombrarse ante la filigrana de los quipus y su misterioso lenguaje de cuerdas y nudos, considerar la fáustica expresión de la orfebrería andina presente en las máscaras, narigueros y pectorales, o emocionarse por la delicada urdimbre de su arte telar o plumario, para sentir la diferencia del canon americano. Por no hablar de la simbología cósmica de Nazca, la impronta arquitectónica de Sacsayhuamán o Chan Chan, la audacia urbanística de los que hicieron Machu Picchu, constructores de ciudades de piedra en el aire.
Volví de Machu Picchu fortalecido en aquellas intuiciones que me acompañaron toda la vida: el sentido profundo del ser americano, la convicción de poder vestirse con una identidad luminosa.
Así como para los islámicos es obligatorio visitar La Meca en algún momento de sus vidas, o como sucede con el pueblo judío para con Jerusalén o Tierra Santa, todo sudamericano debería, en el transcurso de su existencia, visitar Machu Picchu. Le serviría para entender la profundidad de sus orígenes continentales, para respetar el legado de lo alcanzado por nuestras grandes civilizaciones, presente en cada individuo heredero del mundo quechua o aymara, para apropiarse de esos tesoros y verse formando parte de una realidad diferente de la del Viejo Mundo, la realidad americana.