Macbeth y la aventura humana
Quizás la tozudez sea una de las formas de la melancolía. Eso me digo cada vez que vuelvo a la avenida Corrientes, el tramo de ciudad –ése que se extiende entre Callao y la 9 de julio- que más quiero, al que desde hace unos años más desconozco, al que nunca pienso renunciar.
Venía mal la avenida, incluso antes de que las obras de su remodelación la convirtieran durante demasiado tiempo en un caos intransitable. La pandemia llegó para darle, junto a todo el centro porteño, una estocada que me niego a creer definitiva.
Y por eso, porque los lugares que nos dieron parte de lo mejor que tenemos merecen ser honrados, la primera sala teatral que pisé tras el auge de las restricciones fue una sala abierta sobre la avenida Corrientes: Centro Cultural de la Cooperación, frente al Complejo Teatral San Martín (somos varias las generaciones que podríamos trazar, mapa sobre mapa emocional, café sobre café, librería sobre librería, los circuitos que, excediendo el eje de esas dos cuadras, nos fueron formando, nutriendo, guiando en un irrenunciable amor por lo urbano).
El domingo pasado, tras un año y medio de atiborrarme de teatro y cine online, traspuse las puertas del CCC, ofrecí la muñeca al medidor de temperatura, pasé por el dispenser de alcohol, firmé la declaración jurada, me restringí a mi restringida burbuja –la gloria de ir al teatro con una amiga, emburbujada pero real- y bajé las escaleras que llevan a la sala Solidaridad. Nos aguardaban la humanidad descomunal de Pompeyo Audivert y su Habitación Macbeth.
Sala que se oscurece, un violonchelo que hiende con precisión el aire y todo un mundo brotando de Audivert. Sí, el teatro tiene algo de ritual, de invocación, de fantasmagoría. Lord Macbeth, Lady Macbeth, las brujas, Banquo: todos fueron emergiendo de la voz y los gestos de un cuerpo que se metamorfoseaba ante nuestros ojos. Audivert fue hombre, mujer, demonio. Macbeth erigido en señor del Mal. También Macbeth hecho trizas como el juguete de tormenta que desde un inicio estuvo condenado a ser.
Tras la abstinencia, estar en el teatro tuvo otro sabor. La maquinaria de muerte y codicia puesta en marcha por Lord y Lady Macbeth nos atravesaba; los sobresaltos y atención del resto del público nos unía en una sola respiración. Todos fuimos uno sin dejar de ser hijos de la modernidad. Porque en Habitación Macbeth Shakespeare se encuentra con Beckett y el sortilegio no se priva de mostrar las costuras.
En la novela Despojos, la escritora Rachel Cusk asegura que quien quiera sacudirse la blandura asfixiante de nuestra época debe echar mano al “equivalente intelectual de una bebida fuerte”. Y no duda en tomar unos buenos tragos de ese licor terrible que es la tragedia clásica.
Shakespeare y Beckett podrían sumarse a ese arsenal. De hecho, el transcurrir de Pompeyo Audivert en el escenario es en sí mismo terrible y magnético. Una vez más, vemos a Lady Macbeth enloquecida, intentando lavar la sangre que nunca abandona sus manos. Pero ahora esas manos son las del mismo Macbeth que aúlla un horror casi primordial. Monstruosos, atemporales, míticos: cada uno de los seres que hablan desde el cuerpo del actor nos recuerdan que la oscuridad es un fatal componente de la aventura humana.
Salir del teatro, pisar la avenida más querida en una noche de pandemia, pensar en aquel que rogaba que las estrellas “escondieran sus fuegos” para que el resto del mundo no viera lo atroz de sus deseos. Macbeth, mortífero y tan humano, tan poco capaz de entender aquello que lo habitaba. El misterio del teatro otra vez lo hizo: lo eterno y lo presente se encontraron. Y a celebrar esa bebida fuerte y brindar por los lugares que nos hicieron otros, y por los nuevos espacios que, vaya a saberse desde qué formato, encontrarán un mismo pulso ancestral que legar a nuestros hijos.