Macbeth, un poema de la noche
Para Peter Ackroyd, el gran biógrafo de Shakespeare, Macbeth es un poema de la noche. No hace falta repetir que el motor que desencadena la acción de la obra es la ambición de Macbeth y Lady Macbeth por concentrar la mayor cantidad de poder. Es probable que Harold Bloom y Jan Kott hayan sido los comentaristas más lúcidos del siglo pasado sobre la obra del genial bardo. Sin embargo, a medida que se lee el texto, una y otra vez a lo largo de los años, se encuentran nuevas capas de significados. Sobre todo frente a una puesta en escena tan radical como la que propone en estos días Javier Daulte en el Teatro San Martín. El director no duda en ubicar la historia en el corazón de la modernidad, donde estallan todas las categorías del bien y del mal, y donde el amor y la muerte se imponen como sinónimos. Lady Macbeth ama a su marido en la medida en la que él es capaz de cualquier felonía con tal de usurpar el trono. Para ella él es potente sólo cuando avanza en sus objetivos. La relación entre ellos es una apuesta por cierto goce más ligado a la pulsión de muerte que al placer. Lo que no significa que Macbeth, al igual que otros protagonistas trágicos de Shakespeare, no busque activamente su destino. Es más: su búsqueda tiene mucho de sublime. La noche a la que se refiere Ackroyd es la que convoca Macbeth para que el mundo se ajuste a sus deseos: "¡Ven noche cegadora, tapa ya los tiernos ojos del día; con tu mano sangrienta e invisible cancela y haz pedazos el tremendo lazo que me mantiene pálido!". Sangre, magia, muerte y perdición tienen las noches de Macbeth. Es en esa dirección donde el espectáculo de Daulte levanta vuelo. Los personajes usan espadas, pero también revólveres y ametralladoras. Los trajes y los anteojos negros, las comunicaciones por dispositivos modernos, las lámparas que reemplazan a las velas y a las antiguas antorchas que se usaban en los castillos posibilitan un diálogo entre siglos y ubican a Shakespeare en lo que siempre ha sido: nuestro contemporáneo.
"La diferencia entre leer a Shakespeare –sostiene Harold Bloom– y leer prácticamente a cualquier otro escritor es que nuestra conciencia se ensancha más allá de lo que al principio parecía una aflicción o un asombro extraño." Los crímenes de Macbeth son moneda corriente en nuestros días. No hay que remontarse a los turbulentos acontecimientos que azotaron Inglaterra en 1605, ni al rey Jacobo, un favorito de la brujería a quien seguramente Shakespeare dedicó la obra. Hoy Macbeth nos ubica en el corazón del siglo pasado y en el comienzo del actual. Los campos de concentración del nazismo, los gulag soviéticos, el genocidio armenio o el derrumbe de las Torres Gemelas ponen al descubierto una barbarie que necesitó de la modernidad para perfeccionarse a través de la técnica.
Para comprender un texto shakesperiano conviene conocer toda su obra. Otelo, Hamlet y Lear podrían haber dicho lo mismo que dijo Macbeth poco antes de morir: "La vida no es más que una sombra andante, un pobre actor que sobre el escenario se agita y pavonea en su momento, y a quien nunca se volverá a oír más; un cuento contado por un idiota, lleno de sonidos y de furia que nada significa". A pesar de esa reflexión, Macbeth es de los que van a la lucha con ánimo implacable. A la hora de morir elige hacerlo con la armadura puesta. No supo interpretar las palabras de las brujas. Creyó que el bosque nunca podía moverse y que nadie nacería de un vientre que no fuera de mujer. No quiso enterarse que a la realidad siempre hay que interpretarla. Nada es textual. Lo que se dice siempre encierra lo que no se dice. Y el cómo se dice algo es tan importante como el texto que se enuncia. Macbeth, a diferencia de Hamlet, no es un intelectual; es un guerrero. Tampoco es un anciano confundido como Lear, ni un enamorado ingenuo como Otelo.
"Todos nuestros ayeres iluminaron para pobres tontos el camino a la muerte polvorienta", dice Macbeth cuando su suerte ya está echada. La noche de Macbeth está poblada de los muertos que vienen a visitarlo. El ayer y el hoy se confunden en su inconsciente. Aunque sabe que lo espera el filo de la espada, o "la intimidad del cuchillo en la garganta", como escribió Borges, se empeña en ir al mundo de los muertos como antes lo hizo para subir al trono.
En el mundo de Shakespeare todo puede cambiar en un instante. Daulte lo sabe y por eso creó un bufón entrañable, capaz de reírse con el público en el medio de la tragedia. No por casualidad en la función del 20 de septiembre fue el único que arrancó un aplauso del público en mitad de la representación. El actor Martín Pugliese creó un bufón que sale a conversar con el público en uno de los momentos más álgidos del drama. Como una broma en un velorio, este portero viene a recordarnos que aún en el corazón de la tragedia más amarga siempre hay lugar para la ironía y la risa.
En el teatro isabelino el tiempo es lo que el héroe crea con lo que hace y sufre. Cuarenta y tres veces se menciona el tiempo en Macbeth. Y allí hay otra entrada en la obra: el tiempo de los muertos es eterno, mientras que el de los vivos dura apenas un instante. Un gesto hecho en el momento inadecuado basta para pasar de un estado al otro. Daulte instaló en escena ese principio de incertidumbre. El infierno puede estar afuera o adentro del mundo de cada uno de los personajes. Le puede tocar a un bufón o a un rey. Convivir con esa premisa es el principio de la sabiduría.
© LA NACION
lanacionar