Lula, ante el riesgo de los lastres de siempre: el transformismo y el mesianismo
Tal vez agotados por tantas cruzadas estériles, los brasileños redescubran las virtudes del reformismo y de la laicidad, un plato que disfrutaron en su momento y ha desaparecido de su menú
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Ganó Lula, Brasil pasó página. O tal vez no, el libro sigue siendo el mismo. Visto desde lejos, el primer Lula dejó un recuerdo positivo. Alimentado con generosidad, hay que decirlo, por medios obsequiosos, nostálgicos de una supuesta época dorada brasileña. Fue un estadista racional y cooperativo, es cierto. Atento a la estabilidad macroeconómica y fiel al tradicional multilateralismo de su país. Un hombre sensato, no poco, en estos días. Jair Bolsonaro no, tiene mala prensa. Se la buscó, se la merece: ¡cuánta tosquedad moral e intelectual! A muchos nos genera repulsión estética, además de política. Nos inquieta que un país tan querido esté tan mal representado. ¿Cómo es posible? Colérico y grosero, agresivo y fanfarrón, es un cañón suelto. ¿Cómo confiar en un nacionalismo tan básico, en un populismo tan bruto, en un autoritarismo tan ostentoso? Como Donald Trump, no acepta la derrota; como Cristina Kirchner, no sabe perder.
Esta es, a grandes rasgos, la lectura que nos tranquiliza, el motivo de tanto alivio. ¿Es correcta? ¿Equilibrada? ¿Del todo honesta? De ser así, costaría entender por qué la victoria de Lula fue tan reducida, tan inferior a las expectativas. Porque, admitámoslo, es un triunfo a medias, con un regusto amargo: basta con ver quién gobierna los principales estados, quién es más fuerte en el Parlamento, quién creció más en el ballottage. Debe de ser que los recuerdos muchas veces engañan. Que mirada de cerca, la herencia de Lula tiene unas cuantas grietas y asperezas. Que la campaña electoral no fue lo que se dice un choque de titanes. Los cuentos de hadas son una cosa; la realidad es otra. Y la realidad es que la mitad de Brasil votó por Lula, pero la otra mitad votó por Bolsonaro. No sé si son los más amados por su grey, seguramente son los más odiados por la grey adversa. ¿Qué deducir? ¿Qué esperar?
Comencemos con las deducciones. La más obvia es que, con razón o sin ella, muchos brasileños no recuerdan ninguna época dorada, o no la asocian con Lula. El mapa electoral es despiadado: el PT pierde donde nació. De partido del Brasil moderno pasó a ser el partido del Brasil postergado, de vehículo de las clases productivas se transformó en protector de los asistidos. De Lula al lulismo, de reformista a “caudillo popular”. “Sacó a millones de brasileños de la pobreza”, resuena la elegía. ¡Rey Midas! Pero seamos sinceros: en esa época, muchos lo consiguieron gracias al boom de las materias primas. ¡Hasta Álvaro Uribe o Alejandro Toledo! El color de los gobiernos era secundario, señalaba entonces la Cepal. En cambio, muchos recuerdan la corrupción y la soberbia, el despilfarro y el amiguismo de una casta tan segura de su superioridad moral como para sentirse impune y dueña del poder. Más que los brillos de Lula, evocan los escándalos y la recesión de Rousseff. ¿Estrabismo? ¿Exageraciones? Quizás. Pero ¿de qué otra manera explicar a Bolsonaro, la furia moralista sobre la que se iza, la conversión antisistémica de un electorado que acababa de premiar la conversión al sistema de Lula?
Luego están las expectativas: ¿qué hará, cómo será el tercer Lula? “Haré que todos coman”, dice, pero pocos esperan grandes cosas, “uniré al país”, promete, pero dudo de que sea el más indicado para hacerlo. Sin mayoría parlamentaria, con los tiempos duros que corren, tendrá las manos atadas, adelantan los devotos, se consuelan las Casandras. Yo no sé qué esperar. Para evaluar al gobierno, sin embargo, recomiendo una pregunta clave: ¿fue sincero? ¿Fue sincero en 2002 cuando tranquilizó a los mercados, resguardó las instituciones democráticas, cortejó a la clase media, evitó cruzadas contra Occidente, no mezcló las aguas con la marea chavista? ¿O estaba simulando para surfear el espíritu de los tiempos, el residual poder del consenso de Washington, las oportunidades del mercado global, la resistencia del orden liberal? Cada acto y palabra de su gobierno, cada gesto u omisión serán una respuesta.
Sí, porque el mundo de 2022 está a años luz del de 2002: las democracias tambalean y las autocracias patean, la globalización retrocede y el soberanismo asoma, el individuo es tabú y el colectivismo golpea a la puerta. Huérfano del viento de cola económico que lo impulsó la primera vez, ¿no será tentado por la nostalgia barricadera, por cuando rendía homenaje a Fidel Castro y arengaba el Foro de San Pablo? El mundo está lleno de conversos arrepentidos, de gente feliz de escupir el sapo demoliberal que se tragó a su pesar cuando cayó el Muro. Quiero tener confianza: creo en su racionalidad, espero su flexibilidad, apuesto a su moderación. Pero me preocupa que se diga “resucitado”, que hable como profeta, que rinda gracias a Dios como si fuera su enviado. ¿Lo imita a Bolsonaro? Más: no recuerdo autocríticas del PT. Lo veo, en cambio, empático con Rusia y taciturno con Irán, golpeando los tambores contra “el Imperio” y tocando los violines a los populismos más impresentables. ¿Qué tiene en mente?
Esperanzas y temores, en síntesis. Quizá excesivos: aunque esté tan polarizado y sumido en el rencor, Brasil siempre ha estado demasiado fragmentado para sucumbir a la violencia política, demasiado institucionalizado para caer en la anarquía. Confío, por lo tanto, en que Bolsonaro dejará el Planalto sin atentar contra el Estado de Derecho. Y excluyo que Lula sueñe con hacerlo. De los humos de la batalla surgirán entonces los lastres de siempre, aquellos que clavan al suelo al país cada vez que parece despegar: el transformismo y el mesianismo. Cruz y delicia, el transformismo es a la vez el antídoto que lo inmuniza contra la guerra civil y la compulsión atávica de sacrificar el interés general al chantaje corporativo, el futuro al presente. En términos concretos, es el crónico y opaco do ut des entre partidos grandes y partidos pequeños, gobierno federal y gobiernos estatales, ejecutivo y empresas, legislativo y sindicatos, y así sucesivamente. Nada paraliza más las reformas que el país necesita desde tiempos inmemoriales de este polvillo de intereses tribales, cada uno con su “pueblo”, su fe, su poder de veto. El mesianismo parecería lo opuesto pero en realidad es su complemento: de Canudos a la Acción Integralista, de las Comunidades de Base a los Pentecostales, a los desconcertantes minuetos de Bolsonaro y Lula sobre el diablo; donde la religión alimenta la guerra política, la política se convierte en guerra de religión. En eso está Brasil. La identidad prevalece entonces sobre la racionalidad, la pertenencia sobre la eficiencia, el dogma sobre la dialéctica. Si algo une a Latinoamérica, es esto. Quién sabe, entonces, que agotados por tantas cruzadas estériles, los brasileños no redescubran las virtudes del reformismo y de la laicidad, un plato que disfrutaron en su momento y ahora ha desaparecido de su menú.