Los videojuegos, otra vez en el banquillo
Desde la matanza de 27 personas -20 de ellas, niños- en la escuela Sandy Hook, de Newtown, los videojuegos están bajo sospecha en Estados Unidos. El autor de la masacre, de 20 años, solía jugar al popular videojuego Call of Duty, en el que los jugadores simulan misiones de guerra. Este juego generó ventas por 1000 millones de dólares en sólo dos semanas tras su lanzamiento, lo que confirma la enorme aceptación entre los jóvenes norteamericanos. Luego de la tragedia de Newtown, senadores estadounidenses solicitaron una investigación urgente sobre el impacto del juego en los chicos.
Este hecho reaviva el debate sobre la violencia juvenil, en el que las series, películas y videojuegos suelen aparecer como las causas de mayor peso.
Sin embargo, las conclusiones no pueden ser tan lineales. En primer lugar, porque la condena a una serie o a un videojuego por la violencia de sus contenidos ignora a la sociedad en la que estas propuestas se producen y circulan. En segundo lugar, porque decir que los chicos que ven programas o juegan a juegos violentos son violentos es pensarlos como audiencias pasivas y débiles que absorben lo que ven, tal como fue emitido. Esto otorga un poder casi absoluto al mensaje. Pensar que una película, una serie o un videojuego son los responsables de las actitudes violentas es subestimar la capacidad de respuesta de los chicos y minimizarlos frente al mensaje.
El debate sobre la violencia debe ser social. Las respuestas están en el contexto social de violencia -tenencia de armas, guerras, atentados, conflictos y pobreza- que vive gran parte del planeta y que los chicos no ignoran. Muchos de ellos son, incluso, sus primeras víctimas.
La violencia social que reflejan los noticieros genera en los chicos mucha más angustia que la que transmite una serie televisiva o un juego en red. Cuando un chico mira una serie o juega, sabe que se trata de una ficción, pero cuando ve un noticiero sabe que las imágenes son reales. Entonces, ¿habría que prohibir a los adolescentes mirar noticieros?
Mejor que prohibir es permitir pensar. La clave es que los chicos puedan pensar los usos que hacen de las tecnologías en compañía de los adultos (la familia y la escuela). Ante el uso individual de los medios e Internet que hacen los adolescentes en la soledad de una habitación cada vez más equipada tecnológicamente, compartir es la mejor respuesta.
No es el contenido -recuerda Susan Sontag- lo que debe preocuparnos en las imágenes. La fotografía de una atrocidad puede producir reacciones opuestas en los espectadores: un llamado a la paz o un grito de venganza. Las imágenes, por sí mismas, no dan órdenes. Lo que preocupa es el contexto: ¿con quién están los chicos cuando miran televisión, chatean o juegan a un videojuego? Los chicos crecen en un universo de pantallas y están acostumbrados a su omnipresencia. Hoy el espacio familiar se privatiza y el espacio público entra en un ámbito reservado: el dormitorio.
No se trata de quitar responsabilidad a las tecnologías por los contenidos que transmiten. Sin embargo, las pantallas no son las culpables de la violencia. La imagen es violenta cuando le quita al espectador su lugar como sujeto que habla. Es violenta cuando adormece el pensamiento y apela a la emoción por la emoción.
Más que preguntarnos qué hacen los medios con los chicos, la pregunta es qué hacen los chicos con la tecnología. Y aquí, el papel de los adultos -familia y escuela- es fundamental. Su deber es dar a los chicos herramientas que les permitan pensar las pantallas y el uso que hacen de ellas. Estamos hablando de enseñar a ver, de detener la imagen y pensarla, de acompañar a los chicos en su mirada y ayudarlos a poner en palabras sus emociones.
Cuando se busca controlar las imágenes, en realidad se quiere asegurar el silencio del pensamiento. Y cuando el pensamiento pierde sus derechos, acusamos a la imagen. Antes que prohibir imágenes o condenar emisiones y juegos, es imperativo tomar en serio la formación de las miradas y las voces. Éste es un desafío de toda la sociedad.
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