Los veintidós Adagios del cellista de Sarajevo
Desconocía el dato, pero gracias a la instructiva columna de Norberto Frigerio, me enteré que el Día de la Biblioteca fue instituido por la Unesco conmemorando la destrucción de la Biblioteca Nacional de Sarajevo. El manuscrito de hoy recuerda un tiempo que viví en Bosnia con esta historia de la maldad humana.
Vedran era el cellista principal de la Opera y la Orquesta Filarmónica. Tenía 35 años cuando se desató la Guerra de los Balcanes. Un día de mayo de 1992 a las 4 de la tarde, vio desde la ventana de su casa uno de los ataques aéreos que diariamente, desde las montañas que circundan el valle de Sarajevo, se abatían sobre la sociedad civil en lo que se dio a llamar “el asedio más prolongado de los tiempos modernos”. Durante el bombardeo murieron 22 personas desarmadas. Eran los vecinos de Vedran que formaban fila para conseguir su cuota de pan.
La reacción del músico fue plasmada en una escena que conmovió al mundo. Ese día, Vedran tomó su cello, vistió su frac de concierto, y en medio de los estallidos y los escombros, sobre el mismo cráter que las bombas habían producido en uno de los edificios más amados de Sarajevo -la Biblioteca Nacional-, tocó sin pausa el famoso Adagio de Albinoni. Hizo esto durante 22 días consecutivos: un Adagio por cada amigo muerto, todas las tardes a la misma hora. “La energía de esas paredes era algo sagrado para mí —contó años después—. El edificio todavía respiraba y yo sentía el poder emanado de sus muros y esa energía me hacía llorar”.
Tres meses más tarde, escogida deliberadamente como objetivo militar, la biblioteca ardió en llamas hasta su destrucción definitiva. Nada pudo salvarse de ese acto de barbarie. Dos millones de libros que habían sido conservados por generaciones formando el acervo y orgullo de una nación, fueron incendiados en una sola noche. Miles de manuscritos, obras de arte, incunables y archivos que documentaban los siglos de vida multicultural en ese cruce de civilizaciones, el puente entre Oriente y Occidente que no en vano representa Sarajevo, “la Jerusalén de Europa”.
Vedran siguió tocando y su imagen -la imagen poderosa de un hombre solo, portando como estandarte un instrumento musical con el que desafiaba a la guerra, cientos de veces fotografiado por los corresponsales del mundo- fue convertida en un emblema, un mensaje de paz y armonía frente al odio y la violencia.
Una mañana de noviembre visité el edificio de la antigua Biblioteca Nacional, reabierta como sede de la Alcaldía en 2014 tras 18 años de restauración. Los libros ya no estaban, pero sí la memoria y esa energía sagrada que había descripto Vedran Smajlovich, “el cellista de Sarajevo”. Quiso la suerte que fuera el día 22, Santa Cecilia, patrona de los músicos y amantes de la más universal de las artes.
Comencé este relato recordando la maldad humana, que no terminó en la destrucción sino en la verdad detrás de las ruinas. Su autor. Porque recién cuando acabó la guerra fue descubierto, para el espanto de todos, el ideólogo del crimen: Nikola Koljevic, profesor de Literatura de la propia Universidad de Sarajevo, escritor, experto en libros y civilizaciones, una de las mayores autoridades en Shakespeare en la ex Yugoslavia, luego criminal de guerra, fanático de la pureza racial.
Pensaba -mientras recorría los laberintos de la Baščaršija, atraída por la belleza primitiva de ese viejo bazar con sus piedras medievales y las tiendas de cobre, la nieve, el fuego, la atmósfera de los cafés y las vidrieras empañadas con el vapor dulce de los narguiles con miel-, en la respuesta de una mujer que había entrevistado. “No hablamos de la guerra -me dijo-. Es algo que ya pasó”. Pero cuando pregunté por la biblioteca, el mayor golpe simbólico a la moral de ese pueblo, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Koljevic se suicidó en 1997. Se pegó un tiro en la cabeza, no sé si antes o después de que en ese mismo año la Unesco declarara el Día de la Biblioteca en recordación de su saña e inhumanidad.