Los universitarios de la pandemia, entre la resignación y el silencio
Aunque los estudiantes han sido siempre el sector más rebelde y contestatario de la sociedad, una extraña atmósfera de conformismo se observa alrededor de las aulas desiertas
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Los universitarios se han quedado sin universidad. Sin embargo, parecen aceptarlo con una pasiva resignación. Aunque la historia los muestra como el sector más rebelde, contestatario y movilizado de la sociedad, una extraña atmósfera de silencio y conformismo se observa, esta vez, alrededor de universidades desiertas.
El universitario es el único estamento educativo que no ha hecho ni siquiera el intento de retomar, con protocolos adecuados, la actividad presencial. Solo funciona –en una versión “de baja intensidad”– la mecánica de clases, seminarios y mesas examinadoras en el formato virtual. No es necesario detallar en qué medida se ha empobrecido la vida universitaria al suprimir –por tiempo indefinido– el encuentro “real” de estudiantes y profesores, la interacción entre los propios universitarios, la práctica en laboratorios, las asambleas o las salas de lectura. Miles de estudiantes de Medicina han aprobado Anatomía sin tocar un hueso. Es posible que, a este ritmo, tengamos las primeras “promociones virtuales” de ingenieros, médicos, odontólogos o arquitectos. La universidad se habrá encogido, así, hasta alcanzar la dinámica de los cursos por correspondencia. ¿Sus títulos valdrán lo mismo en el mercado laboral? Una pregunta que hoy nadie se formula.
La burocracia que gobierna las casas de estudio deberá responder alguna vez por este cierre indefinido que ya lleva 15 meses. Pero el interrogante que tal vez debamos formularnos es ¿por qué las juventudes universitarias aceptan con tanta pasividad y mansedumbre esta pérdida irreparable en su proceso de formación? Una minoría lo hará por afinidades ideológicas: adhieren al cierre de universidades por compromiso con un oficialismo que ha decidido “militar” la parálisis educativa como una supuesta estrategia de cuidado sanitario. Lo han convertido en un dogma y un eslogan, aunque las evidencias demuestren que las aulas cerradas no atenúan la curva de contagios. Pero el silencio excede a las minorías militantes. ¿Tiene que ver con el espíritu de una generación que ha perdido la esperanza en el país y cree que rebelarse y discutir el statu quo no tiene sentido?
Mientras el cierre de escuelas ha promovido una saludable reacción ciudadana y un fuerte debate público, el de las universidades pasa casi inadvertido, como si no hubiera matices, discrepancias ni reacciones ante un confinamiento eterno que no se verifica en ningún otro sector. ¿Dónde están los “universitarios organizados”?
Hay millones de jóvenes que se sienten “una generación en tránsito”: piensan en recibirse rápido para emigrar con el título bajo el brazo. Tal vez esta universidad que despacha cursadas y recibidas por Zoom les ofrezca un atajo más directo a ese proyecto de salida. En ese caso, la pasividad ante el cierre de las facultades quizá sea la expresión de una especie de exilio anticipado de amplias franjas de la juventud argentina, que ya no se sienten parte, que miran al país con prematuro escepticismo y que no creen que valga la pena dar ninguna pelea más allá de sus objetivos prácticos. Quizá también sea un silencio cómodo, que conjuga con el espíritu de una generación que demora la ida de la casa de sus padres, elude los compromisos rígidos y milita la corrección política desde su teléfono celular.
Hay, entre los universitarios, una mayoría silenciosa que reniega, con razón, del activismo militante. Lo ven anclado en un ideologismo dogmático, con reivindicaciones ramplonas de un setentismo desquiciado. Pero frente a esos reparos saludables cabría otro interrogante: ¿la única forma de alejarse de los extremos y dogmatismos es desentenderse del compromiso y el debate? ¿No se les deja así el camino libre a los sectores más ideologizados para que lleven la voz cantante?
Buena parte de las minorías militantes también se sienten cómodas con el silencio. Sin ninguna fidelidad al espíritu universitario, ejercen la obediencia con el poder de turno, al que no buscan incomodar; mucho menos, confrontar. El kirchnerismo –se sabe– ha colonizado con dinero y con eslóganes a una importante porción del ecosistema académico. La principal organización política juvenil (La Cámpora) no se ha forjado “en la lucha” ni a la intemperie, sino al abrigo del poder y en el confort de los cargos. Hay, sin embargo, agrupaciones con larga tradición en la política universitaria que no han sido cooptadas por el oficialismo y, sin embargo, no parecen promover ningún debate consistente, más allá de algunas posiciones valientes pero aisladas. Hasta han tolerado, sin mucha discusión ni pataleo, que les metan a Boudou a dar cátedra en la UBA. Esos sectores universitarios que han protagonizado rebeldías históricas, que promovieron la Reforma del 18, que han sido siempre sensibles a la defensa de la autonomía universitaria, que han vivido en ebullición y han cultivado el espíritu asambleario, hoy se muestran dóciles y resignados ante un paisaje de facultades cerradas en las que nadie discute ni debate nada. Los centros de estudiantes están en estado vegetativo.
El silencio también domina a un cuerpo docente que parece anestesiado. ¿Todos piensan igual? Hace tiempo que cierta uniformidad se ha apoderado de los recintos universitarios, donde el pluralismo, la diversidad, los contrastes y las divergencias deberían encontrar –por el contrario– un especial caldo de cultivo.
Ni los estudiantes ni los docentes parecen poner en discusión el hecho de que funcionen los clubes, pero no los campos de deportes universitarios; las librerías comerciales, pero no las bibliotecas de las facultades; los restaurantes, pero no los comedores estudiantiles; los laboratorios privados, pero no los de los centros o institutos de investigación. Nadie plantea, tampoco, por qué los profesores que ya han sido vacunados (o los que no integran los grupos de riesgo) no pueden empezar a dar clases presenciales. Las fórmulas intermedias no parecen exploradas: el cierre es total y absoluto; lo mismo para facultades chicas que para las más grandes; para cátedras que trabajan al aire libre que para las que funcionan en espacios cerrados; para materias que exigen práctica y experimentación que para las que son puramente teóricas. En lugar de ofrecer modelos innovadores, con esquemas mixtos de presencialidad y virtualidad, la universidad (sin ninguna creatividad ni sofisticación) se ha aferrado a una medida rústica y primitiva: candado hasta nuevo aviso.
El sistema universitario parece verse a sí mismo como una casta privilegiada escudada detrás de un discurso pseudoprogresista. “Militan” el cierre de aulas, pero no tolerarían que el recolector de residuos dejara de pasar por la puerta de su casa. Hacen una bandera de “la defensa de la universidad pública”, pero no se consideran “esenciales” en esta situación de emergencia. Quizá se sientan parte de eso que ha definido con pasmosa sinceridad Carlos Zannini: “Personalidades que necesitan ser protegidas por la sociedad”.
Los jóvenes aceptan esta “universidad minimalista”, atomizada y encapsulada en el Zoom, sin reclamar su derecho a recuperar una vida universitaria que implica mucho más que avanzar casilleros en la carrera hacia un título de valor incierto. Entender las causas de ese silencio quizá nos lleve a encontrarnos con una generación que no ve un horizonte en la Argentina, que está instalada en el desencanto y que percibe la universidad como un lugar de paso; apenas una escala en un viaje hacia otra parte. En ese silencio quizá se esconda el fracaso de un país en el que, por primera vez, el futuro luce peor que el pasado.