Los trapos más sucios del Vaticano
Un libro publicado en Roma denuncia escandalosos rumores y miserias bajo el trono de Pedro. La Sacra Rota ha acusado a monseñor Luigi Marinelli de ser el autor del conmocionante texto que, por ejemplo, denuesta a un papa, Pablo VI, cuya beatificación ya ha recibido la luz verde del actual pontífice.
ROMA.- "ALLI no habrá nunca guerra, pero la lucha por la paz es tal que al final no quedará piedra sobre piedra." Esta frase del disidente ruso Vladimir Bukovsky es, según los autores de Via col vento in Vaticano (Lo que el viento se llevó en Vaticano ), perfectamente aplicable a la vida interna de un territorio impenetrable para los profanos como la Ciudad del Vaticano. Un territorio en el que encuentra acomodo fácilmente, dicen, el obispo de una diócesis de Italia, obligado a abandonar su grey tras ser condenado por un tribunal como autor de abusos deshonestos a un joven. Y donde hasta los papas son "cortocircuitados" a la primera de cambio por sus asesores más próximos.
El libro que conmociona la Santa Sede era para el gran público un texto desconocido que se podía comprar hasta hace poco en las librerías religiosas de la via de la Conciliazione. Ha sido el Tribunal de la Sacra Rota Romana, con su reciente denuncia, convenientemente aireada por el principal responsable del texto, Luigi Marinelli, el que le ha dado categoría de verdadero escándalo. Aun así, un autor católico como Vittorio Messori ha bajado considerablemente el tono de la indignación general respecto del contenido del "panfleto".
"Son errores y miserias que existen desde la época de Constantino", explica Messori. Vicios y pecados secretos de sacerdotes, prelados y cardenales de la Curia romana que alcanzan incluso a un pontífice, como Pablo VI, acusado de peligroso filocomunista.
Via col vento in Vaticano rezuma conservadurismo y una orientación anticomunista muy fuerte que lo lleva a atacar a un papa, Pablo VI, cuya beatificación ha recibido ya la luz verde del actual pontífice. Se cuenta así que Pío XII se enteró de los manejos entre bastidores a los que se dedicaba su prosecretario de Estado, Giovanni Battista Montini (futuro Pablo VI), gracias a la información facilitada por un agente secreto que trabajaba para él, el comandante Arnould.
Según dichos informes, Montini había establecido una excelente red de contactos con dirigentes de la URSS, y un jesuita de su círculo, el padre Tondi, había llegado incluso a denunciar a las autoridades soviéticas a los sacerdotes y prelados nombrados secretamente por el Vaticano, algunos de los cuales fueron asesinados o encarcelados. Pío XII, horrorizado, alejó de la secretaría a Montini, enviándolo a dirigir la diócesis de Milán. El destino reservaba, sin embargo, una tarea diferente al cardenal de Brescia, que, años después, a la muerte de Juan XXIII, pasaría a ocupar la silla de Pedro.
Frente a tan graves acusaciones, resulta casi insignificante la denuncia que se hace de un alto dignatario eclesiástico que paga con cargo a su cuenta el apartamento de un joven amigo de 19 años. O los alegatos contra la homosexualidad difusa en la Curia, dato que confiere gran importancia a la belleza física de los aspirantes a la hora de escalar los puestos de la nomenclatura vaticana.
Otro tanto se puede decir de la presión del soborno. El libro cita, sin dar los nombres, varios ejemplos de sacerdotes corruptos y corruptores, como cierto párroco norteamericano que consiguió, se cuenta, la nómina de obispo a la edad infrecuente de 72 años, después de haber atiborrado de regalos fabulosos a algunos de los personajes más influyentes de la Curia.
"La Iglesia es santa, pero sus miembros son pecadores", se dice en círculos vaticanos. ¿Quién podría extrañarse de que también entre los que sirven a Dios se cultive el amor al dinero? Como el alto dignatario sorprendido en la frontera cuando abandonaba Italia con una maleta cargada de dólares. El caso, otro de los citados en el libro, se remonta a 1975, y el prelado en cuestión pretendía sacar sus ahorros del país, en una mala coyuntura económica cuando la lira tocaba fondo, antes de ser nombrado cardenal. El sujeto abandona el país con un visado de embajador volante en los países del Este, emitido por la Secretaría de Estado, y acompañado por un capitán de la guardia de finanzas pariente de otro prelado. En la frontera con Suiza, en Pontechiasso, contra todo pronóstico, el vehículo en el que viajan es detenido por la policía, que se apresta a registrar el coche. Ante la maleta atiborrada de moneda italiana y extranjera, el prelado declara impasible que se trata de fondos del Vaticano que debe llevar a Suiza. El caso se convierte en un incidente diplomático, ya que el Vaticano no tiene nada que ver con la fuga de divisas en cuestión.
El entonces secretario de Estado, Giovanni Benelli, furioso pero consciente de no poder abandonar a su destino a un arzobispo secretario de la Curia vaticana, mueve Roma con Santiago y logra que el caso se cierre, echando tierra sobre lo ocurrido. En la frontera, el monseñor recibe un aviso: "Usted no ha pasado nunca por este puesto", le dice el responsable.
Otro caso citado sin nombre es el del cardenal Fiore -identificado por algunos expertos como Fiorenzo Angelini-, del que se cuenta que consiguió la púrpura después de haber entregado fuertes sumas de dinero al sindicato polaco Solidaridad. Entre las confesiones sobre las corruptelas vaticanas la menos creíble, ya que parece haber sido incluida en el texto como mero reclamo sensacionalista, es la que relata la improbable confesión de un sujeto a un sacerdote del santuario romano del Divino Amor, en la que reconoce haber asistido a una "misa negra" dentro de los muros del Vaticano.
Con todo, Via col vento in Vaticano dedica la mayor parte de sus 288 páginas a denunciar el sistema de ascenso en la Curia romana, basado en favoritismos y no en méritos personales, donde cuentan más, se repite hasta la saciedad, el servilismo y la falta de talento que la capacidad intelectual o las cualidades pías de los eventuales candidatos. El verdadero poder, en un pontificado como el de Juan Pablo II, caracterizado por largos viajes ecuménicos en los que lo acompañan siempre el secretario de Estado, cardenal Angelo Sodano, y su sustituto, Giambattista Re, lo detentan dos grandes clanes curiales que, sin estar en el centro de mando, controlan la nave vaticana. Las acusaciones más graves de arribismo y más veladas de constituir una auténtica cuña de infiltración masónica en el Vaticano están dirigidas contra el cardenal Achille Silvestrini, prefecto del Pontificio Consiglio para las Iglesias Orientales donde el principal autor del libro, Luigi Marinelli, trabajó durante 35 años.
Silvestrini, según el autor del libro, sería el jefe de un auténtico clan, el de los romañolos (un área de la región italiana de Emilia-Romagna), que durante decenios ha luchado en la Curia contra el otro poderoso componente procedente de Piacenza, en la parte Emiliana de la misma región, que tiene a Bolonia como capital. Sobre el primer grupo, que acapara cargos y prebendas en el Vaticano, el libro se explaya en descalificaciones y comentarios brutales.
Para Marinelli, el grupo de los piacentinos vendría a ser en la constelación vaticana una especie de Osa Menor. En los años sesenta y setenta había cinco cardenales de Curia procedentes de la archidiócesis de Piacenza: Agostino Casaroli (fallecido el año pasado, ya jubilado), Nasalli Roca, Mario Corneliano, Silvio Oddi, Oppilio Rossi y Antonio Samoré. A ellos se añadirían después los cardenales Ersilio Tonini y Luigi Poggi, a quienes el autor califica de personajes que asustan por su fealdad.
"Pegado a cada uno de estos obispos viven en simbiosis muchos otros eclesiásticos de la Curia y por todo el mundo." Y Marinelli señala: "Habrá que admitir que siete cardenales, casi todos de la Curia y obispos y prelados, elegidos en una sola diócesis, son demasiados". El viento ha soplado favorablemente para este sector durante una veintena de años.
A este último grupo de poder -que acoge a otros eclesiásticos no necesariamente procedentes de la misma región- pertenecen los cardenales Achille Silvestrini y Pio Laghi, Dino Monduzzi y Luigi Bettazzia. Con el paso del tiempo, dice Marinelli, esta cordata se ha enriquecido con nuevos refuerzos: los secretarios de Silvestrini, Riccardo Fontana y Eduardo Menichelli. Además de un tal Mario Rizzi -que según el autor figuraba ya en una lista de sacerdotes masones que circuló en 1978 y al que dedica epítetos de una crudeza máxima (pérfido, pitón...)-, se cita un largo etcétera de adláteres "que han conseguido ser promovidos gracias a Silvestrini, para contrapesar el poder del clan piacentino".
Son gente que extiende sus "tentáculos" en los cargos de prestigio y cuya sombra pesa como una losa fúnebre sobre la Iglesia, "que se asienta sobre un volcán sumergido, que entra en erupción de forma intermitente".
A veces las acusaciones llevan nombres y apellidos. "Hace poco, uno del grupo romañolo, Andrea Cordero Lanza de Montezemolo, íntimo de Silvestrini, ha sido elegido nuncio del Vaticano en Italia, lo que significa -lo decimos para los que no están al corriente- facilitar las nóminas obispales en favor de sus protegidos y hacer caer las de los adversarios."
Según el libro, el cardenal Giuseppe Siri (uno de los principales candidatos a suceder a Pablo VI que resultó derrotado con una estratagema) consideraba probable, ya en febrero de 1988, que la "secta masónica" lograra manipular la elección del próximo papa. "Aunque no fuera así", señala el libro, "dado que el clan romañolo maneja los puestos clave de la Curia, el nuevo papa tendrá necesariamente que llegar a acuerdos con ellos y pactar para hacer posible la regencia y gobernabilidad de la Iglesia".
La Secretaría de Estado, verdadero centro del poder vaticano, al que seguiría en influencia la prefectura de la Casa Pontificia, ha estado en los últimos años "repartida" entre piacentinos y romañolos. Primero el romañolo Amleto Cicognani, luego el piacentino Agostino Casaroli, al cual por muy poco no consiguió sucederlo el romañolo Silvestrini, "que lo deseaba ardientemente y a toda costa, pese a su proverbial estilo soporífero". De este último (antiguo superior de Marinelli) se asegura que debe la nómina de cardenal, decidida por Juan Pablo II el 28 de junio de 1988, al "honorable Bettino Craxi, filomasón socialista", con el que don Achille había colaborado en la redacción del Desencordato (ambos redactaron el Concordato entre Italia y la Santa Sede de 1984) "firmado antes de que el "tránsfuga" abandonara Italia para refugiarse en Hammameth.
El Concordato firmado no gustó a un cardenal del que Marinelli aprecia el "rigor moral", Albino Luciani, que sería elegido papa con el nombre de Juan Pablo I, en agosto de 1978. Con esta elección, dice el texto, "Silvestrini se dio cuenta de que se había jugado el cardenalato", de ahí que diera "un largo suspiro de alivio cuando se enteró de que a apenas 33 días de su elección el pontífice había sido encontrado muerto en su cama. ¡Dios sea bendito!
Sobre la muerte repentina del papa Luciani, el libro se pregunta con no poca malicia, ¿fue verdaderamente muerte natural?
Otro cardenal del que se habla en términos duros es el español Eduardo Martínez Somalo, camarlengo del Papa por decisión personal del Pontífice. Según el panfleto, Martínez Somalo y Silvestrini mantuvieron una auténtica guerra de guerrillas por la sucesión de Casaroli. "Se intercambiaban cartas de reproche." De acuerdo con una carta apócrifa que Marinelli atribuye al propio Silvestrini, éste escribía lo siguiente a propósito de Martínez Somalo: "Produce estupor pensar en la finura y la habilidad con la que has desacreditado a tu competidor, Achille Silvestrini, fabricando toda clase de invenciones contra él... lengua venenosa, la perfidia es tu principal virtud". Somalo lo fotocopiaba y enviaba a sus superiores con una nota: "Aviso mafioso: firmado con todo rencor, Achille y el querido amigo Giovanni Coppa (un colaborador del primero)".
El libro dedica, en cambio, comentarios elogiosos al desaparecido cardenal Giuseppe Siri, al que la prensa italiana y numerosos vaticanistas han considerado siempre ultraconservador. Para el autor (o mejor dicho, los autores) de Via col vento in Vaticano , Siri, a la muerte de Paolo VI arzobispo de Génova, era el papable más claro por sus cualidades, "un verdadero gigante en el sacro colegio por pastoralidad, formación intelectual, coherencia entre fe y vida, fidelidad a la tradición de la Iglesia". Sin embargo, como suele ocurrir en los cónclaves, entró papa y salió cardenal. La oposición de los masones, según el libro, fue decisiva.