Los tiempos del abogado-vedette
Valerse de la legítima indignación ciudadana para exacerbar y manipular veredictos populares se aparta de la responsabilidad que deberían garantizar quienes ejercen funciones de liderazgo público
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En el satírico Diccionario del diablo, Ambrose Bierce aporta su particular significado del término “abogado”: “Dícese de aquel que se especializa en burlar la ley”.
Si el punzante escritor y periodista norteamericano hubiera observado el papel que jugó el representante de la querella en el juicio de Dolores, tal vez le habría agregado otra acepción: “Dícese de aquel que aprovecha una causa justa para ganar protagonismo personal y procurarse popularidad a cualquier costo”.
Lo de Bierce era, por supuesto, una ironía que de ninguna manera pretendía descalificar con una absurda generalización a quienes ejercen una noble e indispensable profesión. La acepción que quizá le hubiera sugerido la actuación más rutilante en el juicio que ha conmovido a la Argentina tampoco representa –afortunadamente– al perfil de todos los letrados, ni siquiera al de la mayoría. Sin embargo, hay algo que conecta el papel que jugó el “abogado estrella” de este juicio con una degradación general que afecta a la Justicia, a la política y también a muchas profesiones. Tal vez por eso no se lo deba ver como una mera excepción, sino como el arquetipo de una época en que la sobriedad, la rigurosidad y el decoro suenan como valores obsoletos. También como el exponente de un debate público atravesado por las simplificaciones, las etiquetas y las antinomias esquemáticas. Y de un sistema institucional que suele derrapar, con excesiva frecuencia, hacia una lógica “tribunera” y un montaje más cercano al show y al exabrupto populista que al “tedioso” procedimiento de las reglas y los códigos.
Después de haber insultado a los acusados frente a las cámaras, y de haberlos calificado con lenguaje exaltado y demagógico, sin ningún apego a la mesura y la prudencia que exigen la ética y la responsabilidad profesional, el mediático abogado lanzó su candidatura a gobernador. Ni siquiera esperó que se terminara de leer la sentencia cuando ya había mandado a pintar las paredes de La Plata y del conurbano con su nombre. La pregunta se hizo inevitable: ¿buscaba justicia o protagonismo? La respuesta excede la dimensión de la ética individual para convertirse en el síntoma de un deterioro que atraviesa a la sociedad y a las instituciones.
“No te rindas ante la popularidad”, dice el tercero de los principios que integran el Decálogo del abogado, elaborado por el gran jurista español Ángel Ossorio y Gallardo, que murió en la Argentina tras una larga lucha contra el franquismo. “Piensa siempre que tú eres para el cliente y no el cliente para ti”, propone el cuarto principio. El séptimo es: “Pon la moral por encima de las leyes”, y el noveno, “procura la paz como el mayor de los triunfos”. Frente a discursos que exacerban odios, pasiones y resentimientos, y ante el despliegue vulgar de técnicas de manipulación emocional más que de procedimiento y de juridicidad, aquel viejo decálogo tal vez pueda servir de brújula.
Frente a un hecho tan dramático y brutal como el que se juzgó en Dolores, era fundamental que los abogados (todos) aportaran un tono mesurado, sobrio y reflexivo, que tocara las cuerdas de la justicia, no las del revanchismo y la venganza. Por supuesto que las funciones de los defensores son antagónicas a las de fiscales y querellantes. Unos y otros, sin embargo, deben ceñirse al lenguaje de la prudencia, del derecho y de la ética, que no es necesariamente hermético ni tiene por qué estar teñido de tecnicismos, como tampoco es un lenguaje neutro ni despojado de vehemencia y de pasión. Lo inadmisible es apelar a la dialéctica de la venganza y la demagogia en busca del aplauso fácil de las multitudes. Valerse de la legítima indignación ciudadana para exacerbar y manipular veredictos populares no solo se aparta del “decálogo del abogado”, sino también de la responsabilidad que deberían garantizar quienes ejercen funciones de liderazgo público.
Lo que vimos, sin embargo, fue un abogado adicto a los flashes y a las cámaras que llegó al extremo de sobreactuar un dolor ajeno mientras se daba vuelta y posaba para las revistas del corazón. Habló de “lacras” e “hijos de puta” con una indignación impostada que no había mostrado en ese mismo escenario cuando defendía a los confesos homicidas de José Luis Cabezas. Ahora se sabe que detrás de esa impostura se escondía una ambición política y electoral.
El despliegue histriónico de aquel abogado “revisteril” contrastó con la actitud de los padres de la víctima. Ellos sí tenían derecho a la más extrema indignación. De ellos es el dolor más insondable y el sufrimiento más profundo y absoluto. A pesar de ese derecho, no insultaron a los victimarios. Jamás pidieron venganza y ofrecieron, en medio de su desgarro, un ejemplo de entereza, dignidad y humanidad.
Con un sentimiento tan genuino como comprensible, buena parte de la sociedad se ha visto reflejada en la angustia y la desolación de esos padres, identificándose con el dolor y el reclamo de la máxima severidad judicial. La manipulación y la exacerbación de ese sentimiento popular no deberían, sin embargo, ser asumidas desde ninguna de las partes del proceso, llamadas a cumplir un papel técnico, no a agitar una atmósfera de presión social sobre los jueces ni a captar simpatías frente al lanzamiento inminente de una candidatura electoral.
Durante más de un mes, el “abogado estrella” atrajo todos los reflectores de la atención pública. Los móviles televisivos parecían rendirse ante cierta fascinación que suelen ejercer los alardes de vanidad y las palabras altisonantes. Las plumas del vedetismo, la retórica violenta y la audacia para montar el show parecen simbolizar algunas de las más serias amenazas que enfrentan hoy las instituciones. Hasta la causa más noble puede ser utilizada con ambición personal y sin demasiados escrúpulos. Todo podría quedar en la aventura de un abogado farandulero si su actitud no se conectara con un clima dominante.
¿Hay una Justicia cada vez más permeable a la presión pública, a las veleidades ideológicas y al rumbo de los vientos políticos? ¿Hay un poder decidido a condicionar a los jueces con “aprietes” escenográficos y discursos beligerantes? Sin caer en comparaciones forzadas, y a pesar de motivaciones bien distintas, el juicio que hoy se sigue a la Corte tiene la lógica del montaje mediático, con el objetivo de presionar a los jueces desde una tribuna política. De ahí derivan otros interrogantes: ¿cómo impactan sobre los magistrados los ruidosos despliegues de abogados o legisladores que confunden derecho con militancia? ¿Cómo influyen en su fuero íntimo las embestidas que se practican con estrategias mediáticas que intentan encender la hoguera del enojo social? Por supuesto que muchos tendrán la fortaleza y la capacidad de abstracción que la magistratura requiere, pero son hombres y mujeres de carne y hueso, que también ven redes sociales, salen a la calle y prenden el televisor. ¿No se intenta, bajo la estridencia de los flashes, crear una Justicia intimidada?
El discurso exaltado y el eco de los movileros se articulan en una escena pública que, dominada por populismos de uno u otro signo, tiende a esquematizar y reducir el mundo a una contienda binaria entre consignas simplonas: “sin perpetua no hay justicia”, como si la justicia no implicara equilibrios, graduaciones y matices. Los eslóganes desvirtúan la complejidad de las cosas, valiéndose de sentimientos genuinos que anidan en la sociedad.
Cuando se alimenta la fogata de la indignación y se busca, deliberadamente, encrespar y enardecer los ánimos sociales, el litigio tiende a dirimirse en la plaza pública, con los graves peligros que eso supone: los sentimientos se anteponen a los hechos y a las razones; la verdad y la justicia se sacrifican en un veredicto mediático.
El juicio de Dolores tiene aristas tan diversas como intrincadas. Su resolución será materia de apelaciones y debates técnicos que exceden, por supuesto, el abordaje aquí propuesto. Tal vez valga la pena, sin embargo, reparar en esa mezcla de ambición, demagogia y figuración que se ha colado en el juicio, porque en medio de su actuación asoman algunos interrogantes de fondo: ¿se impone cada vez más la “justicia televisiva”? ¿La estridencia y la audacia son más redituables, en el campo del derecho que el profesionalismo y la solvencia? ¿Los juicios se ganan con los códigos o con las revistas? ¿Cuáles son los modelos “exitosos” de juez y de abogado?
En la Argentina contemporánea, tal vez Ambrose Bierce debería reescribir su Diccionario del diablo: “Abogado: dícese de aquel que, burlando el decálogo profesional, baila en televisión y utiliza una causa justa para potenciar su ambición política”. Si lo consigue, el problema no será del abogado.