Los temas favoritos son en tiempo presente
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¡Claro que sí, todos tenemos temas favoritos!”, le retrucaba el hombre calvo a un compañero descreído hasta de sus propios fanatismos. Y yo, que justo entraba a comprar media docena de panes de chocolate, me tuve que contener para no meterme en la charla y pasar a enumerar: están los que se prestan para hablar con cualquiera en una sobremesa; los más íntimos, que piden un ambiente especial; algunos que de tan populares admiten que todo buen conversador meta la cuchara; y otros bastante más específicos, que interesan a un grupo menor, pero de por vida. En ese orden: los viajes ruteros, el dolor de la orfandad, las entregas de premios y los Ballets Rusos son algunos de mis temas favoritos. Qué gracia me causó, en estos días, cuando leí –no recuerdo si en una red social, en un libro o en una nota periodística– una advertencia a un posible desprevenido para que no fuera a creer que los ballets rusos eran unas danzas folklóricas.
En verdad, si lo pienso dos veces, me parece que estoy haciendo trampa: los Ballets Rusos es más que un tema, es un universo de atractivos, una constelación incandescente. Empezando por Serguéi Diaghilev –un tipo al que, sin juzgar sus conductas personales, hoy admiraría hasta el más encumbrado “gestor cultural”–, esta liga de creadores magníficos anticipó hace un siglo la “tendencia” de las “colaboraciones” y lo “multidisciplinario”. Fue una usina irrepetible que continúa generando inspiración, con un tendal de anécdotas de esas que se oyen sin parpadear, además de un repertorio de obras que aún se estudian e interpretan en las salas más importantes del mundo (La consagración de la primavera, El sombrero de tres picos, Pretushka, La siesta de un fauno, Pulcinella, tantas más). Sólo para que aquel mismo desprevenido del párrafo anterior pueda orientarse, cabe citar a un puñado de bailarines, coreógrafos, músicos, escritores y artistas plásticos que participaron de esta original compañía inestable. Por caso, supongamos que hablamos del gran Nijinsky, de Fokine o Massine, de Satie o Debussy, de Cocteau, Picasso o Matisse.
Pero volviendo al tema, lo mejor que tiene para ser un “favorito” es que está vivo. Quiero decir que después de décadas y décadas, se siguen destapando proyectos y curiosidades en torno de los Ballets Rusos. Historias que están ahí, hay que soplarles el polvo del tiempo para que aparezcan. A propósito de destapar, reparo en la frase de Diaghilev, “Parade es mi mejor botella de vino, no me gusta abrirla muy frecuentemente”, que inaugura El telón de Picasso, libro del argentino Marcelo Donato, que llegó a mis manos hace un par de meses. Arquitecto y escenógrafo, el autor investigó el derrotero que hizo a través de los años el telón de boca de 16 x 10,5 metros y unos 40 kilos de peso, que el pintor malagueño hizo para el ballet Parade. Desde el estreno del espectáculo, en 1917, en el Chatelet de París, hasta la actualidad, que lo atesora el Centro Pompidou con el código AM 3365P, esta obra siguió un itinerario internacional y pasó unos 15 años en la Argentina. Fue después de que en 1939 el telón de Picasso se expusiera en el Museo Nacional de Bellas Artes, en el marco de la muestra “La pintura francesa, de David a nuestros días”, que el coleccionista Arturo Jacinto Álvarez lo adquirió para contemplarlo desplegado en su campo, con un mate en la mano. El libro es, a la vez, la trastienda de la creación de Parade, el retrato de “Arturito” –un excéntrico dandi de la cultura, que también supo ser personaje literario de Manucho Mujica Lainez– y la narración de los entretelones de una época. ¡Si hasta el telón habla!
Esta lectura me hizo recordar otro caso plagado de curiosidades. Poco antes de que empezara la pandemia, movida por un dato conocido entre los que compartimos este cierto fervor, visité el Museo Güiraldes de San Antonio de Areco. Pretendía ver en directo el manuscrito de un proyecto de ballet, titulado Caaporá, que el autor de Don Segundo Sombra trabajó a partir de 1915 con el coleccionista y pintor amateur Alfredo González Garaño. En la década del ’10 del siglo XX, este par de amigos dilectos había quedado impresionado al ver en la Ciudad Luz las primeras funciones de los Ballets Rusos. Con la idea de crear una obra de danza indígena en la modernidad lograron interesar a Nijinsky durante su segunda visita a la Argentina –ya había pasado mucha agua bajo el puente tras aquella primera vez en Buenos Aires, cuando “el dios de la danza” se casó con Rómola a escondidas de Diaghilev–. Dicen que el bailarín llegó a entusiasmar a Stravinsky para que escribiera la música, pero finalmente la enfermedad mental, siempre la locura en la vida del “clown de Dios”, frustró la idea. No pude acceder al original; tras una inundación que dañó buena parte de la colección del museo, hay documentos que se guardan celosamente, pero a cambio compré un ejemplar del estudio crítico sobre Caaporá que firma la historiadora María Elena Balbino, donde se reproduce tanto el manuscrito como las pinturas del ballet, cuyo libreto en tres actos también se puede leer completo.
Pienso qué mal podría caerle todo esto hoy a Nijinsky, que escribió en el Diario sobre su disgusto por la historia y los museos: son “un desecho del pasado”. Para mí, en cambio, con cada soplido, los Ballets Rusos se vuelven puro presente.
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