Los siete sellos de la calamidad venezolana
Dos maleficios añadidos de la emigración forzosa son la invisibilidad y el silencio. En el país de acogida, o de llegada, por decirlo más neutro, el emigrado forzoso suele ser invisible para los nativos, a no ser que por su número o por su pobreza llegue a percibirse como una molestia. Salvo excepciones, ha llegado a toda prisa, sin contactos, sin un contrato de trabajo, sin perspectivas de que su cualificación profesional sea reconocida. El emigrado forzoso muchas veces es un emigrado fugitivo, que salió huyendo con lo poco que tenía a mano, con poco más que unas cuantas direcciones y contactos de compatriotas que lo precedieron en la huida. Y una mudez repentina agranda la invisibilidad. El emigrado puede no hablar el idioma del país de acogida, o hablarlo tan defectuosamente que sus posibilidades de comunicación son tan escasas como las de trabajo. La elocuencia que tuvo en su vida anterior, la que todos manejamos en la nuestra, se le ha convertido de pronto en tartamudeo, en un hablar equivocado o incierto, más todavía a causa de la timidez, del sentimiento de la indiferencia o la hostilidad del ambiente. El que sabía explicarse con toda la rica fluidez de su idioma y el pleno dominio de sus referencias culturales visibles o implícitas ahora parece confinado en una tosquedad preverbal.
El emigrado forzoso entonces se cobija entre los suyos. Muchos o pocos, siempre son una burbuja impermeable y aislada. En Berlín, en los años veinte, había centenares de miles de rusos escapados de Rusia: publicaban sus propios periódicos, a veces con grandes tiradas, escribían en ruso y editoriales rusas los difundían, pero no existía el menor punto de contacto con la cultura alemana en la que vivían. Vladimir Nabokov, en Berlín, era a la vez un autor célebre y un autor invisible para quien no leyera en ruso.
Lo raro es que la mudez sea casi idéntica cuando el idioma de los emigrados forzosos es el mismo del país de llegada. En muchos casos el acento ya puede desatar el recelo. Las diferencias anecdóticas de entonación o de vocabulario no son tan marcadas como para justificar la dificultad de comunicación, la soledad de la voz forastera que se alza y el silencio con el que es recibida. El emigrado llega en situación de penuria a lugares ya agobiados por su propia dosis de aflicción. Viene cargado de problemas angustiosos y quiere contárselos a personas que creen tener ya bastante con los suyos, y que prefieren no hacer el esfuerzo de imaginación necesario para ponerse en el lugar del que llega. También puede que a la falta de imaginación se una el prejuicio xenófobo o el prejuicio ideológico. El que con frecuencia lo ha perdido todo y hasta se ha jugado la vida para huir de su país puede estar huyendo de un régimen que goce de las simpatías políticas de un cierto número de personas influyentes en el país de llegada. En ese caso el emigrado recibe una agresividad tan virulenta que al principio le parece inexplicable: no sabe que es un testigo incómodo al que será prioritario silenciar y desacreditar; sabe que es una víctima, pero se encuentra señalado como culpable, incluso como traidor.
El emigrado forzoso quiere que lo dejen vivir y que lo dejen explicarse, y que sus palabras no se queden reducidas al círculo de sus compatriotas. El emigrado tiene muchas cosas inauditas que contar. En España, desde el final del franquismo, según se imponían las dictaduras militares en América Latina, hemos podido escuchar las voces y las historias de los fugitivos que iban llegando en olas sucesivas, contadas en nuestro idioma, con acentos que aprendíamos poco a poco a identificar, afinando nuestro oído peninsular a músicas tan diversas. Aquellas tierras habían acogido unas décadas antes a nuestros propios desterrados. Ahora la libertad era abolida en ellas al mismo tiempo que se abría para nosotros. Primero aprendimos a distinguir el acento chileno, luego el del Río de la Plata, siempre el cubano, más tarde el colombiano, cuando arreciaba la violencia del narco, el de Perú con el despotismo corrupto de Fujimori.
El último acento, el léxico nuevo en el que nos estamos educando, es el de Venezuela. Yo empecé a acostumbrarme a él en Nueva York. Es un acento de tonalidad muy caribeña, una lengua con una gran riqueza de giros y expresiones singulares, con una flexibilidad que hace tan evidente la dulzura y la cortesía como el borbotón deslenguado del habla popular. Ahora, en Madrid, igual que desde hace ya bastantes años en Nueva York o en Miami, una diáspora venezolana masiva se encuentra en todas partes; y como está nutrida sobre todo de gente cualificada, instruida, luchadora, de convicciones democráticas, de un amor inquebrantable por el país en el que ya no podían seguir viviendo, es una diáspora de voces que se explican con mucha claridad y vehemencia y quieren ser escuchadas.
Las personas emigran, o escapan, y también las editoriales. Una de ellas, Kalathos, que tenía su sede en Caracas, acaba de publicar su primer libro venezolano en España. Se titula Siete sellos: crónicas de la Venezuela revolucionaria. Es una antología urgente que ha compilado Gisela Kozak Rovero, aludiendo a los siete sellos del Apocalipsis de San Juan para explicar la magnitud del desastre que ahora mismo sigue anegando su país y ha forzado ya al exilio a tres millones de personas. Una dificultad que tiene el fugitivo para ser escuchado es que con mucha frecuencia lo que ha vivido y tiene que contar es literalmente increíble; otra casi igual de grave es que las dictaduras de mucho espesor ideológico tienden a apoderarse de las palabras fundamentales y a tergiversarlas en su propio beneficio, volviéndolas inútiles para la expresión de lo real. Cada uno a su manera, los 24 cronistas que participan en el libro hacen el esfuerzo de resaltar los hechos frente al desconocimiento y la propaganda y de rescatar las palabras precisas para contar la verdad. La crónica de gran envergadura literaria y rigor testimonial es ya una tradición del periodismo en América Latina. Los relatos sobre el autoritarismo, el crimen, el hambre, la enfermedad, el martirio, la perversidad, la diáspora -los siete sellos de la calamidad venezolana- componen una moral alucinante sobre el rápido declive de un país de riqueza asombrosa hundido ahora en la miseria, tan dañado por el despotismo y la ceguera ideológica como por la corrupción, la arbitrariedad, el puro mal gobierno. Escribir bien puede ser la mejor manera de contar bien la realidad. Ojalá las voces venezolanas de este libro sean escuchadas fuera del gueto del destierro.