Los siete errores sobre el gobierno de Bolsonaro
“Brasil y América Latina son como dos hermanos xipófagos, que unidos por la espalda no consiguen ver sus rostros”.
Recordé esa frase, que revela nuestras incomprensiones, atribuida al famoso escritor Guimarães Rosa, al ver cómo el gobierno de Jair Bolsonaro es presentado en el debate electoral argentino como ejemplo de lo que habría que hacer en algunas áreas. Al respecto, debo decir que esas interpretaciones de la realidad y la realidad misma son dos paralelas que no se cruzan ni en el infinito, por estar en conflicto con los hechos. Vamos a estos, entonces.
Como en aquel famoso juego de los 7 errores, hay por lo menos siete equivocaciones que identifico en el análisis de lo que habría sido el gobierno de Bolsonaro en Brasil:
1) La idea de que Bolsonaro habría sido el gran responsable por el control del gasto público, debido a las reformas que habría aprobado. Tal interpretación pasa por encima del hecho de que quien aprobó la norma constitucional que impidió el crecimiento del gasto fue su antecesor, Michel Temer, con el cambio de reglas que el Congreso aprobó en 2016.
2) La noción de que habría sido un defensor de la libertad económica y contra los impuestos excesivos. Se trata de una tesis exótica, si se tiene en cuenta que en su gestión Bolsonaro aumentó los ingresos del gobierno nacional en 2 puntos del produto, al haber crecido 3,8% al año en términos reales, contra un crecimiento promedio de la economía de apenas 1,4% anual. Aquella interpretación se fundamenta en el papel de Paulo Guedes, el ministro de Economía formado em Chicago, pero deja de lado el hecho de que Guedes se convirtió en un soldado fiel de la máquina política de Bolsonaro, a punto tal que, en la campaña electoral, haber llegado a pronunciar un discurso ante la asociación de supermercados con las siguintes palabras, que hablan por sí solas en materia de intervencionismo estatal: “Insisto con el pedido del presidente: ahora es el momento de frenar los precios, por el bien del país. El punto es el siguiente: nuevos precios, sólo en 2023. Dejemos de aumentar las cosas 2 o 3 meses, porque estamos en un momento decisivo”.
3) La representación de sí mismo como un paladín de la libertad. Hay que recordar que, ya durante la campaña, su hijo Eduardo había dicho que “para cerrar la Corte Suprema, bastan un cabo y un soldado”. Bolsonaro pasó los 4 años de su gobierno enfrentado a la Corte Suprema y, cuando le tocó elegir a dos jueces al llegar la edad jubilatoria de 2 de sus 11 miembros, eligió a uno alabado por el hecho de que sería una especie de representante suyo en dicha corte, “por ser alguien com quien puedo tomar una guaraná cuando yo quiera” y a otro por obedecer al criterio de ser evangélico, para ganarse el apoyo de esa comunidad religiosa, muy numerosa en Brasil. Durante todo su gobierno, lideró una campaña contra la Corte muy similar a la que en la Argentina es asociada a la prédica de Cristina Kirchner.
4) La fantasía de que el Estado habría sido objeto de una mejor gestión, por la incorporación de muchos miembros del sector privado. Nada más distante de la realidad. En 4 años, Bolsonaro tuvo nada menos que cuatro ministros de Educación y tres ministros de Salud, algo que da una idea del caos que fue su gestión. Llevó al gobierno, es cierto, a algunas personas del sector privado, pero con una visión bastante fanática de la administración y que fracasaron estruendosamente, por ser incapaces de entender cómo se debe manejar la gestión pública y que no llegaron a alcanzar mayores logros.
5) El argumento de que habría sido un gran defensor de la privatización. Esto es completamente falso. Entre los grandes grupos estatales de Brasil, en Petrobras tuvo cuatro presidentes en 4 años, cambiados sucesivamente por negarse a reducir los precios de la nafta para mejorar sus posibilidades electorales; en el Banco de Desarrollo, echó a patadas, de forma sumamente grosera, al presidente que él mismo había propuesto, por indicar para el directorio un excelente profesional que había ocupado un cargo anteriormente en el gobierno del PT. En el Banco de Brasil, echó al presidente que él mismo había nombrado cuando este empezó a evaluar la posibilidad de achicar el número de agencias, lo cual afectaba sus intereses políticos; y en la Caixa Económica, puso a un funcionario de una fidelidad canina y que pasó a acompañarlo con frecuencia en los lives que hacía semanalmente para fidelizar a sus seguidores en las redes sociales.
6) La confusión acerca del tema de la seguridad. Es cierto que la crítica a la inseguridad fue uno de los “caballitos de batalla” de Bolsonaro durante la campaña electoral y es cierto que los índices de criminalidad bajaron, pero es un error considerar que haya sido el resultado de uma política suya. El gobierno nacional no hizo rigorosamente nada al respecto, a no ser facilitar el acceso a las armas, cosa que ningún estudio serio asocia con la reducción de la criminalidad. La dinámica observada tuvo que ver con varios factores, entre ellos la existencia de una tendencia previa, los frutos de políticas que se venían adoptando en las jurisdicciones provinciales por los gobiernos locales, las transformaciones demográficas y el encerrón de la pandemia. Bolsonaro no aprobó ninguna legislación relevante sobre el tema.
7) La suposición de que su gobierno habría representado la victoria de los outsiders contra el sistema político (llámese “casta” o como cada uno quiera). En este caso hay una diferencia de 180 grados entre la prédica y la realidad. Bolsonaro, efectivamente, se eligió, supuestamente, contra los tejes y manejes de la política. Sin embargo, luego, en la práctica, cuando se vio amenazado, hizo “borrón y cuenta nueva” y se alió con los sectores más clientelistas que uno se pueda imaginar, recibiendo el apoyo de la mayoría legislativa a cambio de dar plena libertad a esos legisladores para usar a su antojo el llamado “presupuesto secreto”, por valores antes inimaginables para esos oscuros personajes que nunca habían manejado tal cantidad de recursos.
Hay que dejar las cosas bien claras para el lector: Bolsonaro es apenas un fraude ideológico. Habiendo pasado 28 años como diputado inexpresivo, se eligió como representante de la “antipolítica” contra lo que él mismo en realidad siempre había representado. Asociado a Paulo Guedes, pretendió vincularse a las ideas liberales contra las cuales había votado sistemáticamente a lo largo de siete legislaturas, oponiéndose tenazmente a cuanta reforma modernizante los gobiernos anteriores intentasen aprobar. Presentándose como un defensor de la libertad, se dedicó a insuflar a un ejército de delirantes que en la práctica intentaron un golpe de Estado en enero, invadiendo y destruyendo simultáneamente las sedes de los Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, mientras él estaba en Orlando de vacaciones y su antiguo ministro de Justicia tenía en su casa el decreto que establecía las bases del nuevo régimen. Supuesto crítico del estatismo, llevó al gobierno a una serie de personajes impresentables que parecían escapados de los libros de realismo fantástico de García Márquez. Teóricamente adepto de la privatización, dispuso de las empresas estatales a su antojo durante los 48 meses de su gobierno. Y, como broche de oro (vaya la redundancia), tras haber sido elegido como un baluarte contra la corrupción, la opinión pública se enteró recientemente que él se había llevado a su casa las joyas por valor de millones de reales que Arabia Saudita había hecho al país y que deberían haber sido catalogadas como parte del patrimonio público.
Hace más de tres décadas, la ciudad de Río de Janeiro llegó a quebrar, en términos financeiros. En aquel momento, el intendente era un político reconocido por todos por su conducta éticamente intachable, pero que se reveló sumamente inepto en el manejo de la administración pública. Por eso, Millor Fernandes, entonces un humorista temible, lo fulminó con el apodo que lo persiguió durante las décadas siguientes: “El hombre que desmoralizó a la honestidad”. Parodiando a Millor, el día en que Jair Bolsonaro ya no esté entre nosotros, un justo epitafio para él bien podría ser una frase análoga: “El hombre que desmoralizó al liberalismo”. Ningún liberal serio se toma en serio a Bolsonaro en Brasil después de sus 4 años de gobierno. Sería bueno que se tomase nota del hecho, para que no se venda “gato por liebre” en otros países acerca de lo que pasó durante su gestión.
Para que no queden dudas acerca de la talla de la familia Bolsonaro, a modo de cierre, vale recordar lo ocurrido cuando el entonces presidente pretendía nombrar a su hijo, el diputado Eduardo Bolsonaro, ni más ni menos que como embajador en los EE.UU. Entrevistado por una revista, después de confesarse admirador de Trump, Ted Cruz y Marco Rubio, le preguntaron qué opinaba de Kissinger. Ante lo cual la revista Piauí relata que, frente a la pregunta, el joven ideólogo del bolsonarismo “tomó un vaso de agua, miró a su asesor y respondió: “no lo conozco’”, demostrando no tener la más remota idea de quien se trataba. Como dijo un juez de la Corte Suprema después del cambio de guardia en Brasilia, “fuimos gobernados por gente del submundo”.
Adoptar a Bolsonaro como ejemplo de gobernante es apenas una fake news del metaverso.
Investigador de la Fundación Getúlio Vargas