Los riesgos del unicato gubernamental
Está a la vista de todos. Por voluntad popular, Gildo Insfrán gobierna Formosa desde el 10 de diciembre de 1995. Con 70 años de edad, el dirigente peronista lleva más de cinco lustros ininterrumpidos manejando los destinos de ese territorio. Su legitimidad de origen, sin embargo, está teñida de prácticas fraudulentas difundidas públicamente: adulteración de documentos de identidad en poblaciones indígenas y utilización de la frontera con fines electorales, entre otras maniobras.
La realidad de la provincia norteña, entonces, auspicia una mirada que trasciende la condenable represión policial y la tibia crítica del presidente de la Nación. Según datos del Indec, en el primer semestre de 2020, Formosa capital tuvo un índice de pobreza de 42,4% y una indigencia de 8,8 puntos porcentuales. Además, la desocupación en el tercer trimestre del año pasado fue del 3,7%. Esta cifra tiene una explicación posible: los últimos datos informados por el Ministerio del Interior marcaron que, en 2017, la provincia tenía 167 empleados públicos por cada 100 trabajadores privados.
Pero hay algo todavía más grave y acaso menos visible: de acuerdo con las mediciones oficiales disponibles, correspondientes a 2018, en Formosa se cuentan 11,3 casos de mortalidad infantil cada mil nacimientos. Para peor, lidera el ranking nacional de muertes maternas, con 14,4 casos cada 10.000 partos.
Como es evidente, existe una sociedad con altos niveles de marginalidad y deficiente acceso a la salud pública, dependiente mayoritariamente del empleo estatal. Por otra parte, comunidades originarias sin entrada masiva a la educación formal y amplios sectores urbanos y rurales con necesidad básicas insatisfechas. Estas variables que hacen a la estructura clientelar, sumadas a las reelecciones indefinidas, explican, en buena medida, el reiterado apoyo a Insfrán.
En este contexto, con el Partido Justicialista como fuerza hegemónica –gobierna Formosa desde 1983–, se construyó un andamiaje institucional de corte unipersonal; un esquema de administración estatal, control social y conducción política que gira en torno a la figura del caudillo todopoderoso, de tinte absolutista y feudal.
Esta situación, que también se replica en otros lugares del país desde hace varias décadas, colisiona abiertamente con dos principios fundantes de la vida republicana: la libertad individual y el control ciudadano de los actos de gobierno, siguiendo parámetros constitucionales. Así entonces, la “democracia delegativa” planteada por Guillermo O’ Donnell en 1991 adquiere una indisimulable vigencia.
Cargando años de miseria y desigualdad fruto de cuestionables y reelegidos gobiernos, Formosa vibra al compás de las recientes movilizaciones. Allí emerge un actor nuevo: la juventud. Quizá las protestas sean un síntoma de cambio de época. Tal vez reflejen el carácter de una ciudadanía sin nada más que perder, agobiada por el manejo arbitrario de la pandemia y sus ruinosas consecuencias económicas y sociales. Para confirmar la realidad habrá que esperar a las elecciones legislativas. Como es sabido, el descontento político conducente, además de expresarse de modo estridente en el espacio público, debe reflejarse serena y conscientemente en las urnas. De no ser así, los reclamos se vuelven meros ejercicios de catarsis colectiva.
Pensando más allá de la coyuntura y los hechos puntuales, es preciso advertir los riesgos que encierra el unicato gubernamental. Aquel modelo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, propio del orden conservador que estudió el politólogo Natalio Botana, en muchos aspectos persiste hasta hoy. Formosa es un ejemplo de ello.
Entonces, es necesario partir de una premisa básica: sin alternancia política y contralor de gestión, la democracia pierde sentido y densidad representativa. Cuando tal cosa ocurre, se genera algo peligroso: desde la cima del poder, se confunde Estado con gobierno. De esta manera surge el autoritarismo.
Licenciado en Comunicación Social (UNLP)