Los riesgos del marketing político en la “sociedad burbuja”
Son impacientes, y se aburren rápido. Pueden ver varias series al mismo tiempo y dejar innumerables libros sin terminar. Sus relaciones interpersonales prácticamente nacieron mediadas por una pantalla. Son exigentes, transparentes, y valoran especialmente las formas y la verdad. En términos políticos pueden ser apáticos y desinteresados, pero también pueden apoyar diversas causas a través de las redes y generar, como resultado de su activismo, movimientos políticos trascendentes.
Aunque en tiempos de hipersegmentación describir a un colectivo de manera unívoca puede constituir una herejía o un error metodológico, esto permite referirnos con algunas características a la obsesión de las marcas comerciales y de la política: los millennials, un segmento de la población que se refleja fundamentalmente en las clases medias urbanas, tras algoritmos y pantallas.
En la Argentina, 10,5 millones de personas menores de 29 años estarán habilitadas para elegir presidente el próximo año, cifra que representa un 23,54% de la población total. A quienes componen este segmento, los millennials, es más fácil encontrarlos en el infinito mundo digital que en la esfera política. Según la última Encuesta Nacional de Jóvenes realizada por el INDEC en 2014, solo 1 de cada 10 personas de este grupo poblacional participa políticamente, en ONG, asociaciones barriales o iglesias.
Por otro lado, nuestro país casi duplica el promedio mundial en lo que respecta al uso de redes sociales, y ocupa un lugar en el podio de América Latina. Solamente en Facebook hay 30 millones de cuentas activas, de las cuales la mitad corresponden a menores de 30 años, mientras que en Instagram, de un total de 13 millones de usuarios, casi 8 millones pertenecen al segmento sub-30. Otro dato: según el Observatorio de Internet de Argentina, el 79% de nuestra población se conecta a la red todos los días.
El ecosistema digital se convierte así en el desafío de la política, que ante la necesidad de captar la atención de estos jóvenes internautas se adapta a las reglas propias de una lógica superficial, basada en el estímulo constante, la búsqueda vertiginosa y la pronta respuesta ofrecida por un sistema de compensación permanente, pero que también nos encierra en nosotros mismos. Al navegar por Internet no solo encontramos muy rápido aquello que estamos buscando, sino que de forma inmediata la red nos pone a disposición más material sobre la misma búsqueda, gracias al uso de algoritmos que reconocen nuestras huellas y permiten al sistema detectar nuestros intereses.
De esta manera, quien navega en el mundo digital desarrolla una notable capacidad inconsciente de segmentar, de acuerdo con sus ideas previas, los contenidos que se presentan en la pantalla. En su libro El filtro burbuja, el ciberactivista Eli Pariser alerta sobre esta función y explica que las grandes empresas digitales ofrecen solamente lo que está en la esfera del interés inmediato de los usuarios. Esta lógica absolutamente comercial es muy eficaz para retenernos frente a los dispositivos porque nos hace sentir cómodos con lo que pensamos y nos acerca a quienes se nos parecen.
Así, lejos de la idea de democratización que insinuó la llegada de la Internet a nuestras vidas, los algoritmos nos encierran en el cerco de nuestras propias creencias o intereses al mismo tiempo en que ocultan otras perspectivas, lo que atenta contra el desarrollo de la curiosidad, la reflexión, la tolerancia y el respeto hacia otras visiones.
Los gobiernos, en su afán de interpelar a grandes masas de ciudadanos, se mimetizan con la comunicación, el marketing y sus estrategias, que pasan a ocupar un lugar central en la toma de decisiones. Sucumben, así, a la tentación de presentarse de manera amigable ante la sociedad que los vota y dejan de lado su rol transformador.
La política resuelve problemas, no los describe ni los ameniza. Sin embargo, es común ver dirigentes que buscan soluciones en la comunicación cuando deberían procurar que las soluciones surjan como resultado de una compleja planificación, fundada en la interacción de una multiplicidad de variables, entre ellas, las relaciones de poder de los diferentes actores con capacidad de veto en la sociedad. En efecto, la política debe considerar el presente y reconocer el pasado, pero también debe proyectar a largo plazo; debe exigirse profundidad, ser disruptiva y transformadora, pero, por sobre todo, debe estar dispuesta a dar las batallas que las sociedades necesitan y nos las que se declaran en las encuestas. Como dice Pariser, "los asuntos importantes que de forma indirecta afectan a toda nuestra vida pero existen fuera de la esfera de nuestro propio interés inmediato son la piedra angular y la razón de la democracia".
Así, si la política se adapta a la comunicación en la búsqueda exclusiva de empatizar con los millennials o con la sociedad en general, corre el riesgo de ejercerse bajo la lógica del minuto a minuto de la televisión, o convertirse en un mero delivery de contenidos de las redes de acuerdo al interés inmediato de los cibernautas. Ciertamente no se trata de profesar el puritanismo en cuanto a las formas de comunicar o de hacer política, sino de advertir sobre los efectos que conlleva adoptar una lógica que promueve el inmediatismo y desestima el debate transformador, que es indispensable para pensar y crear políticas públicas eficaces, que trasciendan las metas particulares de los sucesivos gobiernos y que verdaderamente se orienten a brindar respuesta a los problemas reales que enfrenta el país.
Si realmente queremos transitar el camino del largo plazo y del cambio cultural, la política debe tomar las riendas sin distinción entre oficialismo y oposición, y la comunicación y el marketing, conscientes de su importancia, deben ser acompañantes responsables de este proceso. No se trata de que haya menos política, ni de que sea nueva, sino de exigir que sea capaz y responsable de asumir su rol protagónico en la toma de decisiones y en la generación de consensos. O también puede ser la culpable de todos los males, aunque estaríamos anulando, quizás, la herramienta más importante de cambio que tiene una sociedad.
Consultor político
Javier Correa