Los riesgos del consumo ilimitado
En el largo plazo, estaremos todos muertos. Esa verdad de Perogrullo había sido pronunciada como una llamada a atender la urgencia del corto plazo. Otros tiempos. Ahora, el cambio climático nos plantea una relación con el largo plazo que se ha vuelto urgente.
La amenaza no se cierne tanto sobre nosotros como sobre nuestros descendientes. No se trata de lo que podemos hacer por nosotros, sino por nuestros nietos. En verdad, es al revés, no es que no hacemos nada, sino que lo que estamos haciendo les está dejando una herencia catastrófica, una condena como ninguna otra generación ha recibido jamás.
Nuestro modo de vida moderno, entregado a un consumo sin medida, es la causa de nuestra dependencia brutal de los combustibles fósiles. Padecemos el equivalente a una adicción. Sabemos que nos destruirá, pero no sólo no sabemos cómo evitar esa dependencia, sino que no deseamos saberlo. Preferimos mantener viva la ilusión de abundancia y progreso ilimitado con que nos llenó la cabeza el siglo XX.
El descarte sistemático, la obsolescencia programada y la renovación sistemática, la fascinación con el poder de la máquina y la negación del residuo constituyen algunos de los agentes eficientes que nos llevan a producir una cantidad de gases de efecto invernadero tan descomunal que se acumularon en la atmósfera hasta superar los niveles críticos de CO2 que ya se sabía que no debíamos superar. Esa invisible cortina está calentando el planeta de una forma que será catastrófica, más para nuestros hijos que para nosotros. Y más para nuestros nietos que para nuestros hijos. Los expertos en cambio climático ya no creen posible evitar que la temperatura media del planeta suba más allá de lo deseable.
Aunque se hayan conseguido acordar medidas en la reciente reunión de expertos en Lima. Aunque EE.UU. y China cumplieran con la recientemente prometida reducción de emisiones. Aunque en la programada cumbre mundial de 2015 se consiguieran formalizar los acuerdos para realizar drásticas reducciones de emisiones. Aunque efectivamente esas reducciones fueran acatadas a escala planetaria, aun así el calentamiento global se calcula que ya no será inferior a 2 grados. Eso significa nuevos huracanes, inundaciones y sequías catastróficas, nuevas enfermedades y sensible reducción de nuestra capacidad de producir alimentos. Todo, a un costo hoy imposible de cuantificar.
Pero, si eso no se consiguiera, el calentamiento global podría ser superior. No sabemos cuánto, pero algunas hipótesis lo sitúan en 8 grados para el año 2100. Las consecuencias serían más que dantescas. Temperaturas extremas, derretimiento de los polos, aumento medido en metros del nivel del mar, colapso biológico de nuestras cadenas alimentarias, nuevas enfermedades, menos agua dulce.
La inercia del aparato industrial es tan brutal que nadie tiene el poder ni la valentía de ponerle freno. El ahorro y la disminución del consumo son tabúes para economistas, políticos y organizaciones sindicales. Los gobernantes son funcionales a un corto plazo que mira las próximas elecciones sabiendo que, a mayor consumo, más votos, y a menor consumo, menos votos. Estamos atrapados entre la soberbia industrial del siglo XX, la inercia del sistema y la reflectividad de encuestas que sólo alientan el corto plazo.
En la última década, sólo los países de Europa han conseguido implementar medidas orgánicas comunes para reducir sus emisiones significativamente. La Argentina siguió políticas casi opuestas, fomentando el consumo, subvencionando los combustibles (con 90.000 millones de dólares en 10 años) y la energía eléctrica en forma indiscriminada (para los ricos, que consumieron la mayor parte, y para los pobres, que consumieron la menor parte).
Cuando ya están descubiertas las reservas de petróleo suficientes para producir todas las emisiones de CO2 que a duras penas el planeta puede tolerar en el siglo XXI, gobiernos y compañías petroleras buscan las inversiones necesarias para encontrar más. La Argentina las busca desesperadamente para aplicarlas a la extracción de los hidrocarburos de Vaca Muerta. La reciente baja del precio del petróleo es vista con alarma por quienes todavía piensan como si el planeta pudiera soportar las emisiones de esos nuevos yacimientos que esperan abrirse. Ninguno de los posibles candidatos presidenciales para las próximas elecciones ha dado indicios de tener una agenda sobre cambio climático. Pareciera que todos esperamos salvarnos vendiendo un petróleo cuya combustión destruirá la atmósfera que heredarán nuestros nietos. Nosotros estaremos todos muertos. Ellos, no.
El autor es arquitecto, miembro de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente
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