Los riesgos de una Argentina que ha quedado inconclusa
A lo largo de su historia, las clases dirigentes no supieron terminar de moldear el país y dejaron un collar de problemas pendientes
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En muchos aspectos la Argentina luce como un país inconcluso. Mentada como una posibilidad remota en un mundo que se acababa, sus clases dirigentes no supieron terminar de moldearla y dejaron un collar de problemas pendientes. Analicemos brevemente su especificidad, abordando luego algunos de sus problemas, a saber: su demografía, su inserción internacional, sus contrastes geográficos, sus asimetrías sociales, la integridad de su Estado y su sistema político.
Cuando, a siete años de la unificación nacional, el presidente Sarmiento dispuso en 1869 el primer censo poblacional, el país contaba con 1.800.000 habitantes distribuidos de manera más o menos pareja en todo un territorio de la nación. Con ese caudal solo podía realizarse a futuro apostando fuerte a las posibilidades ofrecidas por la Europa industrial de atraer masivos contingentes inmigratorios. Gravitación dificultada por la inseguridad jurídica de no haber resuelto del todo las guerras civiles detonadas tras la emancipación.
La consigna alberdiana “gobernar es poblar” solo empezó a cobrar espesor luego de la consolidación del Estado en 1881. Los censos así lo probaban: el de 1895 arrojó el doble que el de casi veinte años antes (unos 4 millones) y el de 1914, casi otro tanto: 7 millones. Hacia el primer centenario, el experimento lucía exitoso. No obstante, el ciclo inmigratorio intenso comenzó demorado por más de una década y sufrió tres golpes contractivos, uno de origen interno y dos internacionales: el de la crisis financiera de 1890 y los de la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión de 1929. Este último le puso fin. Habían llegado aproximadamente seis millones y se radicaron tres. Desde entonces, la Argentina debió conformarse con crecer vegetativamente. Si para entonces contaba con unos 10 millones, hoy apenas llegamos a 47.
Crecimos vertiginosamente entre 1880 y 1930 al punto de contar hacia 1910 con el sexto PBI per cápita del planeta. Luego lo hicimos a un ritmo mucho menor, condicionados por ciclos espasmódicos. Desde mediados de los años 70 nuestro desarrollo fue mediocre y por debajo del de nuestros vecinos regionales aunque, paradojalmente, logramos una mayor competitividad internacional a instancias de nuestro ultramodernizado complejo agropecuario y de la novedad de algunas industrias que por fin lograron extrovertirse, superando la sustitución de importaciones. También, de un potencial energético y minero subexplotado por políticas discontinuas y contradictorias.
Como el resto de la región, la Argentina exhibió desde sus orígenes un contraste territorial. En nuestro caso, entre llanuras orientales ricas y provincias interiores pobres, aunque, contrarrestadas por su población escasa y decreciente. Las migraciones internas, acentuadas desde la parálisis de las transoceánicas, marcharon desde el litoral y la pampa húmeda entre 1930 y 1960, y luego desde el noroeste y el nordeste hacia las grandes urbes. Este último flujo acentuó el vacío poblacional de sus distritos e hipertrofió los conurbanos; sobre todo, aquel en torno de la Capital Federal que hoy concentra a casi un 40% de la población nacional. Un caso notable, tal vez único, de macrocefalismo.
La escasa población primigenia y una oferta laboral, hasta los años 70, muy superior a nuestra demanda generaron una sociedad igualitaria plasmada en clases medias robustas y en el grado de integración de toda la sociedad. Pero el crecimiento irregular e insuficiente desde entonces nos ha colocado en las antípodas, exhibiendo niveles de pobreza y de exclusión social que se aproximan a la mitad de nuestra raquítica población. Un problema ya vislumbrado por nuestras elites democráticas desde 1983 pero que, una tras otra, no solo no corrigieron sino que se encargaron de ahondar mediante políticas administrativas fallidas.
Edificamos sobre un territorio semivacío uno de los Estados nacionales más homogéneamente extendidos en todo el territorio cuando la mayoría de nuestros vecinos aún no lo han logrado desde su independencia. Sin embargo, este proceso tendió a revertirse desde el siglo XXI abriéndose en su interior agujeros que comprometen seriamente su soberanía. Así lo prueban la insurgencia seudomapuche en nuestra cordillera patagónica, el acechante dominio narco de Rosario, las concomitantes alianzas colusivas entre política y delito en las grandes conurbaciones y la porosidad de nuestras fronteras. De hecho, hoy somos una ruta estratégica del tránsito de cocaína y marihuana desde el nordeste y los países cordilleranos hacia Europa y África, y de insumos para los productores de sus componentes básicos.
La crisis del Estado y la informalidad, que abarca a la mitad de nuestra población, ha acentuado un desequilibrio macroeconómico irresuelto desde la segunda posguerra. Su indicador más elocuente lo constituye nuestra inflación endémica, que actualmente ya bordea los tres dígitos, pese a una experiencia hiperinflacionaria. El déficit pertinaz de nuestras cuentas públicas es, al menos, una de las fuentes explicativas del fenómeno, aunque de difícil resolución, pues buena parte del gasto está destinado al sistema previsional y a los paliativos de la pobreza estructural. Como estos últimos son resistentes a su reducción o reformulación, el país vive siempre al borde de un estallido que nos remite a los revulsivos sociales en medio de la hiperinflación de 1989-90 y la depresión de 1999-2002.
El meollo de nuestros problemas es eminentemente político. Nuestro origen aluvial requirió forjar, a la par de nuestro Estado, una nacionalidad ex nihilo. Sin embargo, desde principios del siglo XX se perdió el acuerdo en torno de sus alcances. El interrogante angustioso acerca de nuestra “argentinidad esencial” contagió al sistema político a raíz de una democratización de masas veloz y sin transiciones. La utopía de la unanimidad acuñada sucesivamente por sus dos expresiones mayoritarias generó un clima de discordia crónica agravada por el recurrente intervencionismo arbitral del poder militar, que se atribuyó el rol de custodio de la obra nacional. El comportamiento informal de las elites respecto del régimen constitucional –representativo, republicano y federal– no hizo más que incubar franquicias contrarias al interés general.
Hacia 1983, y luego de un intento fallido diez años antes, parecimos haber superado el faccionalismo mediante un sistema de alternancias entre partidos sólidos e implantados en todo el país. Pero este saltó en pedazos hacia los comienzos del siglo XXI, impulsando un doble movimiento: por un lado, la transformación de la dirigencia en una nueva corporación distanciada de los problemas socioeconómicos reales. Así lo prueban sus políticas erráticas y la configuración, en sustitución de partidos estallados, de dos coaliciones tan útiles para ganar comicios como ineficientes para dotar al sistema de una gobernabilidad compatible con el crecimiento y el desarrollo económico y social.
Llegados a este punto, el interrogante vuelve a girar no solo en torno a la resolución progresiva de nuestros problemas endémicos, sino de nuestra propia integridad nacional. Es imposible trazar, en ese sentido, perspectivas concluyentes, salvo que, de seguir así, estamos fracasando. Lo evocan la fuga masiva de nuestros jóvenes más calificados y la muerte temprana de los sumergidos en una miseria que trastorna nuestro imaginario histórico.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos