Los rastros del populismo en el ADN de “los copitos”
Se ha extendido una cultura de la marginalidad y el resentimiento, en buena medida estimulada desde el poder
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Si nos asomamos al submundo de “los copitos”, ¿solo vemos a un grupo de delirantes, o nos encontramos con el emergente extremo de una cultura de marginalidad y resentimiento que se ha enquistado en algunos sectores de las juventudes urbanas y suburbanas? ¿Son solo unos “locos sueltos” a los que un desvarío megalómano los llevó a planear un magnicidio? ¿O expresan, en una escala desproporcionada, un peligro que anida en sectores pauperizados de la sociedad argentina? A estas preguntas tal vez deba sumarse otra: ¿cuánto tiene que ver el propio oficialismo con esa cultura de la marginalidad, la violencia, el resentimiento y el fanatismo que puede apuntar para un lado o para otro? Siempre dispuesto a echar culpas afuera, ¿el poder no debería mirarse a sí mismo frente a este estallido de violencia y de locura protagonizado por jóvenes que crecieron durante el kirchnerismo?
Si los hubiéramos mirado antes del atentado fallido, hubiéramos visto en este grupo de jóvenes algo común a muchos otros: falta de proyecto, informalidad laboral, una precarización que excede lo material y que borronea los límites entre lo que está bien y lo que está mal. Hubiéramos visto cierta banalización de la violencia, con presencia de drogas y de armas, de las que se hace obscena exhibición en las redes sociales. En la mayoría de los casos, habríamos constatado la existencia de contextos familiares muy desarticulados, condiciones habitacionales precarias, relaciones afectivas atravesadas por cierta promiscuidad. Hubiéramos visto, seguramente, indignación, un difuso sentimiento de rencor y alguna convicción de que todo eso que les falta es porque alguien se lo quitó. No hubiéramos visto, probablemente, demasiada carga ideológica ni una bronca especialmente dirigida en uno u otro sentido. Lo que se palpa en algunos de esos sectores es una especie de enojo con la vida misma, que suele conducir al extremo de coquetear con la muerte propia o la de terceros.
El cóctel previo al disparo frustrado contra la vicepresidenta no es, como se ve, nada demasiado excepcional ni demasiado exótico. Es el que se observa en millones de jóvenes que transitan entre el empleo precario y la desocupación, entre la falta de incentivos y la ausencia de modelos, entre la naturalización de la violencia y la fragilidad cultural. Son jóvenes que han perdido (o nunca han alcanzado) la confianza en el esfuerzo y la idea de progreso; jóvenes que caen en una suerte de nihilismo, en el que toda idea de futuro está teñida de oscuridad.
En los casos de Sabag Montiel y Brenda Uliarte, tal vez haya que agregar patologías que solo podrán explicarse desde los campos de la psicología o la psiquiatría, pero el contexto social y cultural en el que transcurrían sus vidas pertenece al territorio de una realidad que se ha consolidado y estimulado en las últimas dos décadas. Ellos llegaron a la locura de planificar un magnicidio, pero ¿cuántos matan por un celular o una cartera?; ¿cuántos mueren por venganzas vinculadas al narcomenudeo?
El oficialismo, que ha gobernado durante quince de los últimos veinte años, ¿no tiene nada que ver con esa atmósfera en la que viven millones de jóvenes? Muchos de ellos nacieron en hogares de clase media baja, no en sectores sumergidos. La madre de Sabag Montiel se ganaba la vida con la venta de zapatos, y le dejó a su hijo una herencia de una casa y varios autos. Son hijos del empobrecimiento que ha sufrido la Argentina, de la fragmentación social, de la pérdida de la cultura del trabajo y de la idea de que el esfuerzo y el sacrificio individual no conducen a un mejor destino.
Los victimarios no se convierten en víctimas por el contexto en el que les tocó crecer, que tampoco funciona como atenuante de su desvarío personal. Pero cualquier intento de comprender lo que pasó aquella noche dramática en Uruguay y Juncal no puede prescindir de datos que exceden la locura grupal o individual. Aunque estemos frente al arrebato psicópata de un “grupo de loquitos”, es indispensable observar el paisaje social, político y cultural que asoma como telón de fondo.
La Argentina parece haber superado la violencia política al menos en sus formas más extremas, pero el oficialismo se ha permitido, desde 2003 hasta acá, reivindicar el setentismo y presentar, como una epopeya romántica, el accionar de los grupos subversivos. Ha justificado el sectarismo ideológico; ha elevado a figuras que practican la violencia verbal y física; ha sido condescendiente con grupos de acción directa que avasallaron la ley, y se ha convertido en abogado defensor de dirigentes que ejercieron la violencia en estos años, como Milagro Sala o Luis D’Elía. Ha consentido hasta la justificación del terrorismo en boca de Hebe de Bonafini y ha cobijado en su seno a grupos como Quebracho, exaltados por dirigentes del kirchnerismo como modelos de “lucha popular”. Se les ha dado a muchos crímenes políticos un halo de heroísmo. ¿Se cree que nada de eso tiene consecuencias? Que la reivindicación haya sido en un sentido no significa que la violencia no se pueda disparar en la dirección contraria. Cuando se desatan los demonios, siempre es difícil controlarlos. Resuena la advertencia de aquel refrán español: “El que siembra vientos cosecha tempestades”.
El revanchismo y la polarización extrema son otros sentimientos que han sido exacerbados desde el poder. La idea de “ellos y nosotros”, de “explotadores y explotados”, de “campo contra ciudad” y “Recoleta contra conurbano” remite todo el tiempo a enfrentamientos y dicotomías que el oficialismo ha fogoneado. Esas creencias generan caldos de cultivo, y el resentimiento, igual que la violencia, puede estallar para un lado o para el otro.
El fanatismo, la confusión de adversario con enemigo y la actitud “combatiente” asociada a la acción pública también son deformaciones que, a lo largo de muchos años, han sido alentadas por el kirchnerismo. Todo eso forma parte de los “demonios desatados” con alegre irresponsabilidad.
Pero a ese clima político hay que sumar la falta de un mensaje constructivo y alentador para los jóvenes. La radicalización del discurso público excluyó a amplios sectores de las nuevas generaciones. Prendió en algunas franjas universitarias y se consolidó, alrededor de La Cámpora, con cargos en el Estado y militancia rentada. Pero ¿cuál fue el mensaje esperanzador y estimulante para los hijos de las clases medias empobrecidas?; ¿cuál fue el proyecto y el aliciente para la generación que nació en hogares sin trabajo y dependientes de planes sociales? Ese mismo cóctel de sectarismo, resentimiento y fragmentación ha profundizado, en los últimos veinte años, el deterioro de la educación pública. El poder ha estigmatizado el mérito en lugar de generar incentivos para el esfuerzo y el progreso. Ha reforzado la idea de que las cosas “se reciben”, no se ganan. Los que proveen son el Estado, el puntero, “el movimiento”, “la orga”. Esa ideología del populismo ha minado las posibilidades de crecimiento y desarrollo. Y así ha engendrado más frustración, más marginalidad, más “copitos”.
Que los jóvenes que, aparentemente, planificaron el ataque contra la vicepresidenta se identifiquen con la venta ambulante de copos de azúcar parece más una metáfora que una casualidad. Lo que más ha crecido en la Argentina, al amparo del populismo, ha sido el comercio en negro y marginal, al que también intenta romantizarse con la designación de “economía social”. Si hay una “industria” que caracteriza a este ciclo político es la de las “saladas” y “saladitas” en todas sus variantes. Por encima del comercio ilegal asoma un monstruo de mil cabezas: el narcotráfico. En esos contextos, son inevitables el crecimiento y la expansión de la marginalidad.
Todos estos fenómenos han sido alentados, amparados y estimulados desde el poder. Y, en ese entramado de “antilegalidad” (ya no de mera ilegalidad), germinan grupos antisistema que bien pueden identificarse con uno u otro extremo de la radicalización ideológica.
“Los copitos” han venido a mostrar un submundo que amenaza al sistema de convivencia. Su peligrosidad es aún mayor frente a un Estado cada vez más grande pero más inoperante: custodios que no custodian, servicios de inteligencia que no detectan ni previenen nada, policías que no pueden actuar, técnicos en telefonía que en lugar de recuperar mensajes los borran. Frente a la amenaza y la indefensión, es inevitable preguntar: ¿cómo ha fermentado esa intolerancia extrema asociada a la violencia? La respuesta exige una autocrítica del poder. Tal vez en el ADN de “los copitos” aparezcan los rastros del populismo.