Los Pumas, en un paisaje dominado por la belleza y la elegancia
Un pueblo exquisito de la Bretaña francesa aloja al seleccionado argentino de rugby antes de la próxima cita del Mundial
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LA BAULE-ESCOUBLAC, Francia. Los Pumas y un número reducido de periodistas. No hay más argentinos en La Baule-Escoublac, a orillas del oceáno Atlántico y a una hora en tren de Nantes, en la Bretaña francesa. Sin embargo, aquí hay aroma argentino. La ciudad ha tomado como propia la presencia del seleccionado de rugby. Banderas celestes y blancas flamean en distintos lugares. En restaurantes y, también, en la sacristía de la Iglesia Sacre Coeur, a pasos del mar. La alcaldía, por su parte, organizó muestras de artistas argentinos. Hay una con próceres como Carlos Alonso, León Ferrari, Antonio Berni, Antonio Pujía y Carlos Guinzburg en el Museo Bernard Boesch, curada por otro artista argentino, Sergio Moscona, que además expone su obra en la capilla Sainte-Anne. También el destino tiene color argentino. Las pocas carpas que se dispersan por la playa llevan el celeste y blanco a rayas verticales (parecen las camisetas del seleccionado de fútbol) y hasta el equipo de rugby de La Baule, que juega en la séptima división, luce esos colores. El Rugby Club Baulois juega de local en el complejo deportivo Des Salines, que está pintado de celeste y blanco, y que sirve de lugar de entrenamiento para Los Pumas. El estadio, con una tribuna con butacas, tiene cierto aire a la sección Jorge Newbery de Gimnasia y Esgrima, la casa de Los Pumas durante las décadas de 1950 y 1960, y parte de la de 1970, antes de mudarse a Ferro Carril Oeste.
¿Por qué hacemos mención a la escasa presencia argentina en la ciudad que Los Pumas eligieron como base para la Copa del Mundo? Porque es una rareza. En grandes ciudades como París, Londres o Sydney, o en pequeñas como la galesa Pontypridd o la inhóspita Invercagill en el extremo sur de Nueva Zelanda, siempre en los lugares en los que se alojaron Los Pumas se podían encontrar argentinos en los restaurantes, bares, negocios o paseando por las calles. El “che” se escuchaba a cada paso. Aquí, nada de eso. No es que no haya argentinos en el Mundial. De hecho, unos 12 mil estuvieron en el estadio Velodrome de Marsella para el partido con Inglaterra y se prevé que una cifra similar llegue a Saint-Ètienne para el encuentro del próximo viernes con Samoa, o para los dos últimos en Nantes, con Chile y Japón. Si bien algunos de esos miles están ahora paseando por otros lindos lugares de Europa, es una pena que se pierdan este bello lugar anclado en un rincón del oeste de Francia.
La Baule es una bahía de la cual salen dos playas en forma de brazos con una extensión total de 90 kilómetros de arena. Aquí dicen, orgullosos, que es la playa más extensa de toda Europa. Bañada por un mar Atlántico calmo, de mareas bajas, es uno de los lugares de vacaciones elegidos por la clase alta francesa, la burguesía de París, como la llama en la mayoría de sus libros el escritor Emmanuel Carrèrre. Por aquí desfilan más autos convertibles que mascotas. La larga costanera está bordeada por aristrocráticos edificios y hoteles de la Belle Époque. En uno de esos hoteles, el Barriére L`Hermirtage, se alojan los Pumas. A metros se levanta otro fastuoso, Le Royale. Ambos con playa privada.
A lo largo de la costanera y en algunas esquinas del centro de la ciudad se levantan pequeñas casitas (oh, también pintadas de celeste y blanco) que contienen libros y esta leyenda: “Partaguez vos lectures et faites voyager les libres” (Compartí tus lecturas y hacé que tus libros viajen). Se puede abrir la puertita de vidrio, elegir cualquiera y llevárselo. No se encontrarán joyas. La mayoría son folletos o de esos libros que uno se los saca de encima porque no tiene más lugar en la biblioteca. No importa. Vale la intención y hace a este lugar aún más agradable.
La Baule tiene casas espléndidas, elegantes, con poco jardín, pero con mucho árbol. Pequeñas calles laberínticas casi sin veredas. El medio de transporte es la bicicleta. Chicos y grandes se transportan en dos ruedas y hay al menos tres negocios en el centro que las alquilan. Aquí no hay colectivos ni taxis ni Uber. La salida a otros lugares es a través del tren. Desde que se agregó un servicio directo desde París el turismo creció exponencialmente. Aun fuera de temporada como estamos ahora (es el marzo argentino; las clases comenzaron el lunes) hay mucho movimiento, ya que hay gente que tiene aquí sus casas de fin de semana o de veraneo.
Volvamos a la playa. Cada 50 metros hay un restaurante en el cual se puede desayunar, almorzar o cenar a metros del mar. Todos tienen el estilo de La Huella, en José Ignacio, Uruguay. Una cena puede costar 40 euros por persona. La Baule es cara, incluso para los franceses. Un café puede rondar los 5 euros y una remera que en cualquier otro país europeo no sale más de 20 euros, aquí cotiza a 45, 50. Y es una ciudad que vive solo de día. A la noche no se ve un alma en la calle y más allá de las 20.30 es imposible comer en un restaurante.
La playa se extiende a las dos localidades lindantes con La Baule-Ecoblac: Pornichet y Le Pouliguen. A unos 30 minutos de auto, también en la región del País de Loire, está Guérande, una ciudad amurallada. Y dos estaciones antes, en el puerto de Saint-Nazaire, se encuentra Chantiers de L’Atlantique, uno de los astilleros más importantes del mundo en la fabricación de transatlánticos y buques militares. Por esa zona todavía se mantienen intactos los refugios nazis construidos durante la ocupación alemana en la Segunda Guerra Mundial.