Los puentes de Pittsburgh
Uno desearía que en lugar de lamentar hasta el momento 11 muertos, la historia fuera más parecida a la de "Los puentes de Madison", esa preciosa película de la década de los noventa que era sencillamente un canto al más puro amor. Pero no. Se trata precisamente de lo contrario, de un canto al odio más visceral y más extremo.
446. Ese es el número exacto de la cantidad de puentes de esta pujante ciudad enclavada en la conjunción de tres de los ríos que diligentemente surcan el estado de Pensilvania. Tres puentes más que la propia Venecia, todo un récord mundial.
Y así y todo, ninguno de ellos alcanzó para acercar espíritus y voluntades a fin de lograr un sueño que todavía se presenta como utopía: vivir en sociedad.
Aunque la mayoría de los habitantes del globo no tenga mayores dificultades para lograrlo, unas cuantas minorías -fanáticas de cualquier orden- se las arreglan muy meticulosamente para utilizar los mismos dispositivos que la sociedad les ofrece a fin de inocular el paisaje con su ponzoñosa ideología. Y como siempre sucede (la historia lo prueba una y otra vez), el lenguaje del odio inexorablemente conduce a la violencia más horrenda.
Quienes se especializan en agrietar todo espacio de encuentro, quienes bajo un enorme y patológico halo de inferioridad presumen de cualquier tipo de superioridad, quienes infectan las redes sociales con diatribas agresivas y discriminatorias, todos ellos -repitamoslo en voz alta por favor- son criminales en potencia. Es evidente que dadas las coordenadas adecuadas de tiempo, espacio y desequilibrio personal, no dudarán en apretar el gatillo, insertar el puñal o lanzar el proyectil que tengan a mano.
En el caso de este sábado de la sinagoga de Pittsburgh, siglos de prejuicios y propaganda antisemita no hicieron más que sumar millas a la hora de acumular el odio necesario para seguir derribando más puentes y más vidas.
La comunidad donde sucedió la sangría se llama "Etz Jaim", que en hebreo significa "el árbol de la vida", un concepto que hace alusión a uno de los dos árboles que -con nombre y apellido- poblaban el mítico paraíso bíblico.
Adán y Eva, dice el texto sagrado, sólo probaron de los frutos del otro, el árbol del conocimiento. Se percibe aquí una lección magistral. Hasta que los puentes de Pittsburgh (y los de todas las poblaciones de nuestro planeta) no alcancen el árbol de la vida, pareciera ser que estamos condenados a abandonar al conocimiento en los descarados rostros que a lo largo de los tiempos sigue asumiendo Caín. A no dudarlo: tenemos mucha ingeniería por delante.