Los pueblos cultos no se enamoran
Tengo claro que el título es polémico, pero su contenido es absolutamente cierto, al menos en el ámbito de la política y de las instituciones. El domingo, en el momento en el que Javier Gerardo Milei jure “desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la Nación”, y “observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina”, se convertirá en el cuadragésimo segundo presidente constitucional de nuestro país, y lo hará justamente cuando se cumplen 40 años desde que se recuperó la democracia en 1983.
El momento no solo es propicio para hacer un balance, sino también para albergar la esperanza de un cambio profundo a partir del cual sea posible el “despegue” de una Argentina que, en los últimos 20 años, sufrió el flagelo de un populismo destructivo que convirtió al país en una fábrica de pobres, en la meca de la corrupción estatal y en un laboratorio lavador de cerebros destinado a fanatizar irracionalmente a sus prosélitos. La pausa que hubo entre 2015 y 2019 fue infructuosa: Macri intentó un cambio que no supo o no pudo llevar a la práctica. La enfermedad populista volvió renovada, y sus efectos nocivos se vieron agravados por la paupérrima conducción de un hombre sin luces, que solo atinó a atribuir su ineptitud a un virus chino, a un gobernante ruso y a los dioses de la naturaleza que impidieron la caída de agua en el campo.
En 20 años el kirchnerismo colonizó la mente de dos generaciones de argentinos, a los que se les inculcó idolatría y fascinación por un “régimen” cuyos líderes se autopercibieron dueños de los recursos públicos, de las garantías, de los derechos humanos, de las fechas patrias y hasta del lenguaje. Convirtieron el país en un escenario sobre el cual teatralizaron, juguetearon con la banda presidencial, revolearon bastones presidenciales, bolsos con dinero, lloraron, gritaron, declamaron “amor”, y como si fuera poco, repartieron los fondos del Tesoro de la Nación, del Banco Central y de la caja de los jubilados, subsidiando eternamente, comprando voluntades, generando pobreza, provocando dependencia y ostentando sin pudor.
Sembraron fanatismo y cosecharon seguidores irracionales a los que perfeccionaron en el arte de aplaudir, de justificar cualquier acto de gobierno y hasta de encontrar culpables de los desafortunados resultados que obtenían. Las consecuencias son indescriptibles y la reconstrucción llevará varios años, en tanto y en cuanto el próximo mandatario adopte las medidas indispensables para remontar la cuesta de un país que está tan anómico como sediento de justicia, de educación, de seguridad y, sobre todo, de seguridad jurídica.
La recuperación de un país culturalmente colonizado, como el nuestro, debe comenzar por fomentar la educación –y en particular la educación cívica–, para que funcione como una suerte de remedio que nos proteja de los relatos populistas, nos permita defendernos de los engaños, nos brinde la posibilidad de adquirir capacidad de análisis y nos facilite el desarrollo de un juicio crítico respecto del desempeño de nuestros representantes.
A 40 años de la recuperación de la democracia, podemos afirmar que está consolidada y valorada como un derecho adquirido inmodificable; pero nos falta entender, valorar y consolidar el sistema republicano (cuyas características principales son la separación de poderes y la independencia del Poder Judicial), el federalismo (sobre todo el tributario) y la educación cívica: los pueblos cívicamente instruidos son difíciles de engañar, no se obnubilan con discursos ni con líderes histriónicos, aplauden poco, critican mucho, y fundamentalmente, jamás se enamoran de sus gobernantes.
Abogado constitucionalista; prof. Derecho Constitucional UBA