Los planes sociales son inevitables sin estabilidad ni desarrollo
Hacia fines de los años 60 parecían empezar a resolverse los dilemas abiertos por las catástrofes sucesivas del siglo XX, que truncaron las certezas del anterior y el sueño de nuestro centenario de que para entonces seríamos la expresión meridional de los Estados Unidos. Pese a todo, la Argentina supo sobrellevar la tempestad preservando la excepcionalidad de su integración social y regional. Cuando hacia la década del 30 los mercados europeos cerraron sus importaciones de las commodities alimentarias en las que nos habíamos especializado respondimos con la industrialización de algunas materias primas que ya producíamos, entre las que descollaron la rama textil y de la construcción. Esta torsión de nuestro desarrollo manufacturero fue lo suficientemente intensiva en mano de obra como para conjurar el fantasma de una pobreza que se erigió durante la etapa más álgida de la depresión.
Pero la economía distaba de ser nuestro problema más serio al compás de una democratización de masas que acentuó desde los 40 la denegación recíproca de legitimidad entre mayorías y minorías. Y luego de 1955, una sucesión de “revoluciones” militares y de gobiernos constitucionales débiles que fueron minando las convicciones ciudadanas en torno de la república. Así y todo, al borde del abismo fiscal y de una crisis internacional en ciernes desde 1971 era posible divisar una luz al final del túnel. Desde hacía una década, la producción agropecuaria había resucitado luego de treinta años de postración, los gobiernos aprendieron a manejar una macroeconomía malsana pero suficiente como para financiar una indispensable actualización infraestructural, y algunas ramas industriales como las textiles y las electrónica que empezaron a ganar escalas regionales.
Solo faltaba coronar ese consenso sordo y subterráneo mediante un acuerdo político acorde con el mandato de nuestra Constitución nacional. Hacia 1972, el retorno de Perón y el levantamiento de la proscripción del justicialismo marcharon prometiendo resolver el escollo de la intolerancia política. Pero las secuelas de los extravíos de los 60 hicieron su trabajo de zapa amenazando con estropearlo todo. Falanges juveniles organizadas clandestinamente se propusieron consumar una revolución derrotando por las armas al Estado más allá de la reinstitucionalización, al tiempo que los guardianes del orden y de la nacionalidad aguardaban acechantes el fracaso de un acuerdo socioeconómico que, muerto Perón, saltó por los aires en 1975, allanando el camino de un nuevo golpe militar. Este no fue sino la confirmación de haber perdido la última –y tal vez tardía– oportunidad de la resolución conjunta de nuestros desencuentros políticos y socioeconómicos.
Los años siguientes así lo confirmaron. Un déficit fiscal irreductible por la resistencia de distintas corporaciones incrustadas en el interior de la administración pública se financió con una deuda estérilmente utilizada para modernizar estadios de futbol y comprar armamentos sofisticados en gran escala. La especulación de un capitalismo valorizado financieramente opto por jugar a la ruleta de que impidió ajustar las cuentas estatales. El desasosiego de autoridades económicas atónitas por una inflación que triplicaba al promedio de la de la década anterior las indujo a una apertura importadora que, junto con el endeudamiento impagable por la indexación, impactó mortalmente a varios segmentos industriales, incluyendo a aquel que había exhibido reflejos competitivos.
Así comenzó la desagregación económica y social que abrió cauce a la Argentina contemporánea. La pobreza que apenas pasaba al 4% de la población activa en 1974 trepó al 20% luego de otro brutal ajuste en 1981. Dos años más tarde, y en el marco de una transición forzada por la derrota militar de las islas Malvinas, se inauguró la democracia más sólida y prolongada de nuestra historia moderna. Pero se perdió la brújula de nuestro desarrollo económico y social. Las reformas que bajo diferentes signos se emprendieron en todo el mundo fueron encaradas aquí demoradas, espasmódicas y sin continuidad temporal. La pobreza se estructuró abarcando a trabajadores informalizados y a un contingente significativo de nuestras emblemáticas clases medias. Su expresión subrepticia bajo la forma de ocupaciones territoriales detonó estruendosamente durante los saqueos por la hiperinflación de 1989 y su contracara hiperdepresiva de 2001. Recién hacia la segunda mitad de los 90 la clase dirigente la asumió como un dato duro al que se acometió a contener mediante diferentes programas subsidiarios.
Así se sucedieron los planes Trabajar, Barrios Bonaerenses, Vida y Jefas y Jefes de Hogar Desocupados. Hacia fines de los 2000, y en coincidencia con el agotamiento del segundo espasmo de crecimiento desde el comienzo democrático, se prometió una reforma que supusiera un salto cualitativo desde el asistencialismo sin horizonte hacia el cooperativismo de una “economía social” virtuosamente conviviente con la de mercado. Pero los treinta años de administración de la pobreza maceraron un cambio cultural que terminó confiriéndole un sino conservador. Es difícil saber si se trató de una estrategia de marketing político o la de las prácticas inerciales de los dos bloques en tensión por el manejo de su implementación: la nueva política territorial de los municipios y la de las organizaciones sociales aspirantes a convertirse en una suerte de sindicalismo de los pobres. No por nada los nobles cometidos de la “economía social” fueron resignificados por los difusos de otra “popular”.
Una década más tarde, todo luce agravado por un estancamiento pertinaz y por una pobreza que de una cuarta parte ya araña a la mitad de la población activa, incluyendo a un nuevo contingente de las clases medias castigadas por la cuarentena más prolongada del mundo. Los denominados “planes” han sido puestos en cuestión ya no por la actual oposición sino por el núcleo duro que aspira a consolidar al oficialismo durante la década en curso. El planteo procede del reconocimiento de su rendimiento subóptimo para revertir la novedosa desintegración que verifica el gran fracaso colectivo de la Argentina durante las últimas cuatro décadas. Pero poco podrá avanzarse sin recuperar los equilibrios macroeconómicos que acariciamos brevemente durante la convertibilidad de los 90 y los superávits gemelos de los 2000. Solo posibles en el contexto de un patrón de crecimiento sustentable en el tiempo y de la trasmisión de políticas públicas que trasciendan a los gobiernos. Entonces sí habrá que encarar políticas de reintegración social de fondo que deberán articularse con una reforma educativa profunda y que arranque en la primera infancia.
Mientras tanto habrá que disponerse a una transición necesariamente larga pero tolerable en tanto se defina con claridad un sendero de reinserción en el mundo y un horizonte de futuro que erradique para siempre la intolerancia y el peligroso juego de una beligerancia política. Como se demostró hace ya medio siglo, esta comienza con los irresponsables discursos de verba encendida que acaban en la irrevocabilidad de procesos de difícil detención cuyas secuelas pueden tirar por la borda los esfuerzos silenciosos y cotidianos de los hombres de bien, comprometidos con el servicio público de cara al interés general. Esos que escasean en esta Argentina mediocre y caquistocrática.ß
Miembro del Club Político Argentino