Los pescadores de almas de Varanasi
VARANASI, India.- Subo la escalera, que se enrosca como una víbora. Son cinco pisos de escalones exageradamente irregulares. Imagino que, a lo largo de los años, cada nuevo dueño del hotel Puja agregó un piso y un tramo de escalera, que ajustó a la altura de sus piernas. Asciendo hasta el restaurante de la terraza levantando las rodillas hasta el pecho. Un reloj en la pared del salón dice que son las cinco y media de la mañana. Paso entre mesas vacías, abro el ventanal del fondo, me siento en una silla y me convierto en uno más de los que esperan. Porque en Varanasi todos esperan.
Con la mirada fija en el río Ganges, indios viejos o enfermos esperan la muerte sentados en alguno de los cien ghats de la ciudad, esas gradas de piedra que se sumergen en el agua y concentran toda la vida social de lugar.
Los familiares de los muertos esperan su turno para quemar los cuerpos sin vida en alguno de los crematorios al aire libre, que mantienen sus fuegos encendidos desde hace milenios.
Los barqueros esperan algún turista: le cobran por un lugar de privilegio para observar las cremaciones o para asistir a la Aarti Puja, la ceremonia en la que, al anochecer, los sacerdotes le rezan al río más sagrado de la India.
En esta ciudad hasta el sol tiene que esperar. Al amanecer, el Ganges exhala una bruma lechosa que traga colores y sonidos. Los barcos no se mueven. Los cuerpos se queman más lento. Y los pájaros no cantan.
Esa nube espectral es la última resistencia de la noche. Cuando la cortina se corre, el sol brilla lejos del horizonte y ya enceguece. Y allá abajo, los ghats se llenan de hindúes que lavan sus pecados en dudosas aguas purificadoras.
Una vez en la vida
Varanasi es para los hinduistas lo que La Meca es para los musulmanes: la tradición manda que, al menos una vez en la vida, los devotos de esta religión politeísta deben visitar la ciudad sagrada. Por eso se ven, en las escalinatas que bajan al Ganges, tantos peregrinos en busca de un lugar seguro para bañarse.
Mujeres con vestidos brillantes y hombres con calzoncillos descoloridos se agarran de cadenas dispuestas para los bañistas. La mayoría no sabe nadar. Una vez en el agua, sumergen la cabeza tres veces. Eso es suficiente para limpiarse de pecados, aunque esta purificación puede ser letal, ya que el Ganges es el segundo río más contaminado del mundo después del Yangtsé, que riega el suelo de China.
El agua sagrada del Ganges comienza a fluir en las alturas del Himalaya. A lo largo de 2500 kilómetros, atraviesa once estados y decenas de ciudades superpobladas que no dan abasto para sanear las aguas que liberan en el río. Al final de su recorrido, el Ganges descarga 115 mil toneladas de plástico al año en el mar. Pero los peregrinos no hacen caso a los rankings de polución y siguen con sus inmersiones. Incluso compran bidones de cinco litros para llevarse el agua bendita a casa. La devoción se impone.
Yo apenas sumerjo los pies hasta los tobillos, me tiro un chorrito de agua en la nuca y pospongo mi inmersión para cuando visite las fuentes del Ganges. El temor se impone.
En los ghats y callejones de Varanasi uno se cruza con vacas, encantadores de serpientes, cursos de yoga y clases de sitar, bosta de vaca, restaurantes para todos los gustos y bolsillos, montañas de basura, sadhus (santones) vestidos de naranja que fuman en pipas de piedra, viejos con la mirada perdida, más vacas, motos que maniobran en las calles más estrechas del mundo, ropa secándose al sol, locales de venta de chucherías. Pero lo que más llama la atención son las procesiones fúnebres. Los muertos son paseados a trote por los callejones de la ciudad, sobre camillas de bambú, cubiertos con telas y flores amarillas y anaranjadas.
Las procesiones concluyen en Manikarnika ghat, el mayor crematorio al aire libre de la ciudad. Son dos terrazas a distintos niveles, lo suficientemente anchas como para que cinco cuerpos ardan al mismo tiempo, a una distancia de tres metros uno de otro. A un lado, los depósitos de troncos, donde los vendedores saben calcular la cantidad de madera justa según el tamaño del difunto. Del otro lado, escaleras que bajan al río, donde los muertos hacen fila para recibir su última inmersión antes del fuego.
Un grupo de cinco vacas se acercan. Nadie las espanta. En India, las vacas son sagradas y omnipresentes. Hacen lo que quieren, siempre a su ritmo. Con sus ojos negros y masticando lo que sacaron de la basura, las cinco vacas miran los fuegos, como comprobando la posición de los troncos. Me pregunto si alguien más se da cuenta de lo paradójico de la escena (al menos para alguien que viene de un país carnívoro).
Ya no sé cuántas veces visité Manikarnika. No es morbo, sino una especie de entrenamiento fácil ante lo inevitable, con muertos anónimos que vivieron vidas ajenas. Pero no encuentro la respuesta justa. Es como la atracción que ejerce el abismo cuando nos asomamos al precipicio.
De tanto ver, ya sé que un cuerpo necesita entre tres y cuatro horas para reducirse a cenizas. Durante ese tiempo, jóvenes con máscaras de trapo y cañas en las manos saltan entre los fuegos y acomodan los troncos que ruedan y se escapan. Durante esas horas, nadie llora. Porque los hindúes creen que morir en Varanasi o a menos de 60 kilómetros de la ciudad es liberarse del tedioso ciclo de renacimientos, es acabar con el sufrimiento, de una vez y para siempre.
Sin descanso
Por eso Manikarnika no se apaga nunca. Se dice que arde desde que la ciudad fue fundada, allá por el siglo III antes de Cristo. Por aquel entonces era conocida como Kashi, la espléndida. Hoy la llaman Varanasi, por la confluencia de los ríos Varana y Asi, aunque muchos se refieren a ella como Benarés, su nombre hindi.
Más de 1.200.000 personas viven hoy en esta ciudad, pero son muchos más los que deambulan por sus calles. Varanasi recibe un promedio de cinco millones de visitantes al año. La inmensa mayoría son peregrinos indios que vienen a lavar pecados o a esperar su turno en Manikarnika.
Pero no todo es muerte aquí. La ciudad también tiene una faceta vital que se puede descubrir desde lo alto, desde los techos que se pueblan de historias en cada amanecer y en cada atardecer. Es que los techos son los patios y las veredas de Varanasi.
Acá arriba, los monos imponen su ley. Los indios les tienen más miedo que respeto y se guardan cuando los ven llegar en grupos ruidosos. Cuando los monos se van, una mujer que vive aquí vuelve a salir con sus seis hijos. Se pasa las tardes echada sobre mantas de colores chillones, con el más pequeño en el regazo, mientras los otros juegan a sus juegos.
En el techo siguiente, un indio amaestra palomas. Una caña con un trapo atado en el extremo es toda la herramienta que requiere su oficio. Agita el harapo hacia un lado y sus palomas tuercen su vuelo hacia la izquierda. Lo agita hacia el otro y las aves cambian de rumbo.
Más allá, un gurú (maestro espiritual) instruye a sus discípulos, que se sientan a su alrededor con las piernas cruzadas. Meditan durante horas, mientras ardillas exaltadas saltan de una pared a otra. En otro techo, dos señoras amasan panes chatos y redondos mientras se cuentan sus desgracias a los gritos.
Pero lo que más vida le da a este mundo de techos irregulares son los chicos y sus barriletes. Cada tarde, cuando el sol empieza a caer detrás de la ciudad, los árboles que sobreviven entre el cemento empiezan a temblar. El viento sopla desde el oeste, como si el sol exhalara cálidos suspiros antes de hundirse en el horizonte. Es la hora de los barriletes.
Con sus carretes de hilos, los chicos toman techos y balcones. Sus cometas son simples: un rombo de papel sin cola de trapo. También son económicos: cada uno cuesta 10 rupias (unos 5 pesos argentinos). Lo mismo cuesta 100 metros de hilo. Por eso los barriletes son tan populares aquí. Por eso y porque son mágicos.
Con tirones precisos, los rombos de colores trepan al cielo. Flotan sobre el Ganges como si quisieran pescar las almas que en él se liberan.
Allá arriba, algunos buscan soledades lejanas. Son apenas una sombra entre las nubes. Otros batallan, se raspan los hilos hasta que uno se corta y cae dando giros. Ya no le pertenece a nadie.
Allá abajo, los cazadores de cometas corren entre vacas y transeúntes, saltan sobre gradas y botes, señalan con dedos sucios, gritan, se empujan y calculan distancias. El primero que agarra el extremo del hilo que cae del cielo se convierte en el nuevo dueño del barrilete. Hasta la próxima batalla.
Pedro Luque