Los peligros que esconden los populismos
Los argentinos deberían evitar la posibilidad de caer nuevamente en el precipicio al que puede llevar la izquierda más radicalizada y antidemocrática
La trivialidad que actualmente exhibe el lenguaje para describir fenómenos políticos de diversa naturaleza esconde una lucha frontal entre los llamados populismos de izquierda y de derecha. Para captar bien las características y consecuencias de la nueva situación mundial hay que tener en cuenta las peculiaridades de cada región, en particular las de aquellas en que se enfrentan fuerzas de la izquierda radicalizada con movimientos políticos de tendencia conservadora y hasta liberal en el aspecto económico. Esta nueva situación ha adquirido gran trascendencia en el continente americano a raíz de los resonantes triunfos de Trump en los EE.UU. y de Bolsonaro en Brasil.
Lo que muchos omiten decir es que las formaciones de derecha persiguen objetivos distintos a los del socialismo populista. No reparan en el hecho de que estas fuerzas políticas no endiosan al Estado ni tampoco propugnan el cambio estructural del capitalismo o la conversión del individuo en un sujeto colectivo. A su vez, en el plano económico, existe una coincidencia sustancial a partir de los estudios de la neoescolástica salmantina en considerar el mercado como el mejor sistema para distribuir los recursos y determinar los precios y salarios de una economía que, sin descuidar lo social, se encuentra regida por los principios de subsidiariedad y competencia, principios que conforman el eje del Estado regulador y garante de los servicios públicos, concepción que supera el anterior esquema del Estado benefactor.
Este sistema impera en los EE.UU., en los países integrantes de la Unión Europea, así como en dos de los grandes Estados que tuvieron que soportar la tragedia del comunismo, como en el caso de Rusia y China, porque si bien en esta última, con el Partido Comunista en el poder, no se admiten las libertades políticas, sí se practica un tipo de economía afín al capitalismo liberal.
Desde Gramsci en adelante, los pensadores de la izquierda radicalizada han aprendido a unificar el relato y los significantes políticos. Han sido muy hábiles para ejercer su hegemonía en la universidad estatal, en los medios y en distintos sitios culturales. Con una producción científica incesante, han sabido cómo divulgarla a través de una maquinaria alimentada por los propios Estados y son eximios especialistas en la transmutación del sentido de los conceptos que a posteriori utilizan los políticos populistas de turno para denostar a sus adversarios.
Al contrario, los intelectuales de derecha o del centro ideológico se concentran en la ciencia económica y suelen desdeñar la filosofía y la ciencia política. La crítica a las ideas de derecha tiene más cultores activos y mejor prensa, siendo muchos los que por comodidad piensan que es preferible no meterse en el debate, algo que, según Ortega, constituía una característica propia del argentino.
Los populistas latinoamericanos que siguen el pensamiento del socialismo del siglo XXI, sobre todo los desarrollos tan inteligentes como peligrosos hechos por nuestro compatriota Ernesto Laclau en el libro La razón populista, emplean el término "neoliberal" para cuestionar las políticas favorables al capitalismo que, según ellos, son producto del Consenso de Washington.
La amnesia que padecen les impide reconocer que el socialismo populista recibe la ayuda de países ajenos a ese consenso. ¿Por qué lo hacen? No precisamente para buscar una verdad ausente en el método del idealismo hegeliano que han heredado, sino con el objeto de unificar el discurso y lograr que sus compañeros de ruta coincidan en la construcción de un enemigo común al que le adjudican todos los males del mundo: los Estados Unidos de América. Así lo decidieron los representantes de Venezuela, Cuba, la Argentina y Brasil, en ocasión del Foro de San Pablo, que sentó las bases de la doctrina y praxis de las políticas que aplicaron los grandes populistas latinoamericanos: Chávez, Kirchner, Castro y Lula.
Con ese escamoteo de la realidad disimulaban la importante ayuda financiera, comercial y técnica que recibían los regímenes populistas latinoamericanos de parte de rusos y chinos, por razones estratégicas.
Es que las estrategias geopolíticas tienen sus propias razones, más vinculadas a los intereses nacionales que a las ideologías que sustentan los gobiernos. De otro modo, sería imposible comprender los motivos que tuvo el káiser alemán para financiar el viaje de Lenin a Rusia para promover la revolución comunista.
En medio de la batalla de las ideologías han surgido movimientos que buscaban construir una tercera vía para superar la clásica dicotomía ideológica izquierda-derecha, como la que Tony Blair pretendió imponer en el Reino Unido. En una línea más progresista, recientemente un grupo de políticos afines a la socialdemocracia, encabezados por el demócrata norteamericano Bernie Sanders, han constituido una Internacional Progresista.
Pero esas construcciones y otras semejantes están destinadas a fracasar. Primero, porque mientras subsista en las preferencias de los pueblos el afecto por lo nacional antes que por ideas universales que les resultan inservibles para el crecimiento económico y social, a lo que se suma el respeto a las tradiciones de cada país, será muy difícil que puedan imponerse.
El otro obstáculo con que se topa la amalgama progresista se halla en la amenaza que representa la radicalización del populismo socialista para la estabilidad política y económica de cualquier Estado.
El populismo no es una ideología, sino una estrategia para acceder o mantenerse en el poder, y por esa naturaleza que posee no resulta lógico encorsetar a todos los populismos en una misma categoría.
Al poner a todos los populismos en la misma bolsa se corre el riesgo de minimizar el peligro que representa el populismo de la izquierda radicalizada, habida cuenta de que tiene como objetivo el aniquilamiento del bloque histórico de la democracia. Aunque derrotado en las urnas, lejos de batirse en retirada, culpa al gobierno de la crisis que este provocó y busca afanosamente aprovechar lo que Chantal Mouffe ha bautizado como "momento populista".
La estrategia para vencer a este adversario de la democracia requiere acudir a los valores antes que a las acciones, las que deben adecuarse para darle unidad al discurso electoral. Así, la fuerza política de un bloque histórico está en directa relación con la forma y el contenido de los significantes que esgrima o enarbole. En ese sentido, no deberían estar ausentes del discurso democrático aquellos valores que hacen a la seguridad, el orden, la paz, la concordia, la justicia y la moralidad pública, sin soslayar los referidos a los derechos fundamentales, como son los inherentes a la defensa de la vida, de la familia y de las libertades de las personas, todos los cuales se fundamentan en el principio de la dignidad humana.
La adhesión que ha despertado en la opinión pública el nuevo protocolo de seguridad de la ministra Bullrich es un buen ejemplo de lo que quiere la gente.
El reverso de esos valores puede verse en el espejo del socialismo populista, y los argentinos tenemos el deber moral de participar activamente en la política dando lo que cada uno pueda brindar, para no caer nuevamente en el precipicio al que nos lleva el populismo de la izquierda radicalizada.
En unión con su pueblo, la Argentina merece volver a ser lo que alguna vez fue: un país con una economía pujante, gobiernos y políticos dignos que trabajaban no para ellos sino para todos los ciudadanos, una policía ejemplar que protegía la seguridad de las personas y jueces independientes que ejercían la justicia como una virtud y un servicio.
Autor del libro El Estado populista