Los peligros que entraña la pérdida de valor de la palabra
Respetar los compromisos es un principio básico; sin él no hay confianza y sin ella no hay progreso
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El índice de tiempo requerido para garantizar la vigencia de un contrato, elaborado por el Banco Mundial, muestra que la Argentina padece el peor registro en nuestra región, exigiéndose entre nosotros 25% más que en Brasil, 37% más que en Uruguay, 64% más que en Paraguay, 68% más que en Bolivia, 91% más que en Chile. Y 30% más que el promedio latinoamericano y 53% más que el promedio mundial.
Detrás de la debilidad en los contratos está el detenimiento. Y el mal espíritu que habita en aquella debilidad es la pérdida del valor de la palabra.
Explicó Mario Bunge que la ética es el conjunto de normas sin el cual la convivencia es imposible. Dentro de ese conjunto de normas (muchas no escritas) existe el valor del cumplimiento de las promesas. Respetar “la palabra” es un principio básico porque sin ello no hay confianza y sin ésta no hay progreso. La confianza es el supuesto sobre el futuro buen accionar del otro. Y justifica la inversión, el ahorro, el esfuerzo y el mérito, el progreso. Sin palabra no hay legitimidad sino solo fuerza.
Cuatro grandes ámbitos de crisis de la palabra nos afectan.
Uno es el citado debilitamiento de las promesas (cuando se ampara o estimula el incumplimiento de los contratos); otro es la forzada tergiversación de la expresión en el discurso, dirigida a manipular, fomentada desde posiciones de poder e influencia (dice Paul Krugman que vivimos una era “derp” que consiste en la proliferación de gente que dice una y otra vez lo mismo sin importar cuantas evidencias se acumulan de que es completamente erróneo), con lo que se vincula la intoxicación conceptual que favorece la discordia (aseveró Enrique Krauze que el populismo no solo usa y abusa de la palabra sino que se apropia de ella); el tercero es el constante cambio en el entorno normativo (la ciencia política define a ley como una norma general que dispone para lo futuro, pero la sobrepolitización de todo la reemplaza por dictados cambiantes y caprichosos que inestabilizan el marco de referencia en el que se decide); y el último es la propia relativización de los términos incluidos en los basamentos institucionales que nos acerca a cierta anomia (lo que supone la violación de la llamada “norma fundamental” de Kelsen, que prescribe que la primer regla –no escrita– del sistema jurídico consiste simplemente en que se obedece al propio sistema).
Un billete muestra un número que refleja un valor que en realidad se somete a la obsolescencia programada del peso que es esencia en la inflación (a la que alguien llamó “el gran engaño de todos contra todos”). Mientras tanto se condena al desacierto a decisores que no pueden distinguir la nominalidad del valor que justifica sus actos. Un trabajador es destinatario de una remuneración –que se llama salario– que en realidad (sin que lo consienta) en más de un tercio se dirige compulsivamente a otros. Decenas de empresas obtuvieron financiamiento en el exterior pero las autoridades les obstaculizaron el cumplimiento del pago de sus consecuentes obligaciones contractuales respectivas por restricciones cambiarias. Y muchas empresas no pueden comerciar externamente o enviar utilidades al exterior pese a numerosos tratados internacionales que lo garantizan. Más de la mitad de los artículos de la parte dogmática de la Constitución Nacional están escritos pero en desuso (además de estar en espera el dictado de una nueva ley de coparticipación). Y numerosos impuestos creados para un tiempo acotado exhiben longeva ultraactividad (la misma que alguien amenazó que concedería al reciente impuesto “por un año” a las grandes fortunas). Hace algunos años muchas empresas habían firmado contratos para la administración de servicios públicos a los que después se interrumpió estatizándoselos. Y las exportadoras que firman sus contratos –al vender al exterior el fruto de su trabajo– acordando con quien les paga su cobro en divisas nunca reciben sus dólares porque el Banco Central se los cambia por pesos al devaluado tipo de cambio oficial.
Lo anterior no es muy diferente de lo que ocurre con los títulos y certificados expedidos por instituciones educativas que contienen expresiones habilitantes que simulan la concesión de saberes que –por lo que dicen en empresas que quieren contratar trabajadores y no pueden– no existen. Dicho sea de paso: mientras la discusión sigue pasando por la cantidad de horas de clase, o de días de presencialidad, o de presupuesto asignado, pero no por saberes generados, también acá tenemos un problema con el significado de las palabras.
Todo ocurre en un país con el récord de 10 defaults acumulados históricamente. Y en el que, con 56 casos, somos el más denunciado por incumplimientos ante tribunales internacionales del Ciadi. Tenemos una economía que en más de un tercio funciona en la informalidad (incluyendo algunas prestaciones del propio Estado). Y en el Ranking Doing Business la Argentina está en el lugar 97 del mundo en la categoría enforcing contracts. En una visita a Buenos Aires, hace algunos años, Keith Sharp (director de la London School of Economics) advertía al constatar la proliferación de la economía en negro que ésta surge cuando se implementan controles excesivos; a lo que la sociología concibe como una “siembra de delitos” por parte del Estado, que está surgida de la pérdida de legitimidad basada en la irracionabilidad de las reglas.
Escribió John Stuart Mill que no existe una mejor prueba del progreso de una civilización que la del progreso de la cooperación. Pues esto es imposible si la palabra no tiene vigencia. Vivimos en una sociedad en la que casi nada es lo que su nombre anuncia. Y no solo por mala fe: a la verdad no se le opone solo la mentira, porque también la enfrenta el error.
Las sociedades más precarias se organizan en base al imperio de la fuerza; las que las superan en algo de calidad lo hacen en base al liderazgo puro; algunas más sofisticadas lo logran sobre la vigencia de normas positivas; y las más cercanas a la perfección lo garantizan por la ética como convivencia respetada horizontalmente.
Hace veinte años, en plena crisis de 2001, me preguntaba –en un diálogo académico– un profesor alemán/norteamericano (sin entender bien lo que ocurría por acá en aquellos días) cómo podía ser posible que los argentinos saliéramos a la calle a pedir que se rompieran los contratos en lugar de salir a pedir que se garantizara su vigencia (“¿piden la extinción de vuestros derechos?”, me cuestionaba). Fue la misma conversación en la que alguien preguntó por qué todos los políticos mienten y otro respondió: “No todos mienten, mienten los que ganan”.
La resignificación de los términos, la manipulación de la historia, la mezcla de lo subjetivo con lo objetivo, la confusión de la intención con la operatividad y la relativización de todo, son, a la vez, parte del mismo problema que insufla la debilidad de los contratos. Y que antes consiste en que hemos herido a la palabra.
Nos acercamos a un tiempo de reconstrucción, esperado inexorablemente, por lo que parece apropiado acudir al sacerdote norteamericano Robert Sirico, que reclama que a medida que las instituciones políticas de una nación se debilitan es importante que las instituciones morales y voluntarias se hagan más fuertes.
Especialista en negocios internacionales, director de la Maestría DET en el ITBA