Los peligros de llevar la política a las calles
Los desestabilizadores suelen ser más eficaces que quienes defienden el proceso institucional, por eso la marcha del 1° de abril fue esperanzadora
La movilización del sábado 1° de abril, positiva para el Gobierno y también para el país -porque consigue cierto equilibrio entre un gobierno que estaba a la defensiva y una oposición envalentonada dominada por su sector desestabilizador- confirma hasta el extremo un rasgo crucial, de larga data, de la política argentina: la relevancia de la calle. Es irónico que el gobierno de Cambiemos deba admitirlo a regañadientes. También lo es, dolorosamente, que las multitudes del sábado declararan su indignación por los propósitos destituyentes de la oposición y calificaran lo suyo como acto de la democracia. Ha habido una nueva regresión política, una recaída en la deslegitimación recíproca tan familiar, y aunque celebremos la calle precisamos hacer lo posible para salir de ella. Me propongo, en este artículo, analizar parte del marco del 1° de abril: la movilización del 24 de marzo.
El itinerario de las conmemoraciones por el 24 de marzo desde 1983 es asombroso. Los primeros años las movilizaciones estaban centradas en los derechos humanos, en el repudio al terrorismo de Estado y en una agenda de reclamos en el marco democrático. Se trazaba una línea nítida, un antes de la dictadura y de la represión y un después de la democracia como terreno en que las cuestiones podían disputarse. Con el tiempo esto se desdibujó, hasta llegar al panorama tétrico de hoy, en que un grupo de organizaciones gana la calle para identificarse con una fuerza partidaria y "desidentificarse" como movimiento de derechos humanos, denunciar al Gobierno como dictatorial, reivindicar la violencia contraestatal de los años 70 como popular y justa y cambiar el eje de la problemática de los derechos humanos vaciándola de su especificidad, mixturándola con cuestiones sociales contestables, desde una política económica denunciada como "hambre planificada" y violatoria de los derechos humanos hasta el trémulo empeño gubernamental por poner orden en las calles.
No tiene arreglo este desbarajuste, pero ¿qué hicimos para llegar a él? La primera persona del plural supone para mí una pregunta obligada. O tal vez una mejor: ¿qué no hicimos pero deberíamos haber hecho? Identificar esto, ¿nos sirve para el futuro?
Revisemos primero aquel itinerario. Heroicos e incondicionalmente admirados por muchos, los militantes del movimiento de derechos humanos ya tenían en ese tiempo fundacional de la democracia un alma fundamentalista. ¿Podía ser de otra manera? Pensemos apenas en las horrorosas circunstancias que dieron lugar a su nacimiento.
Pero no es cierto que los fundamentalismos no cambien. Tuvo lugar un proceso previsible: su absorción por el populismo. Se trata de algo muy vasto: de la asimilación de los patrones de pensamiento y creencia populistas que, si bien ciertamente estaban presentes desde los años 80 (me consta), han penetrado profundamente a lo largo de las décadas y las experiencias.
Primero, se fueron configurando con las frustraciones de los ciclos políticos, que dieron pasto a las fieras: confirmaron las percepciones nacional-populistas, en el marco de una restauración democrática que cayó del cielo. Pero, luego, gracias al impulso extraordinario del kirchnerismo, que les dio cobijo y emblemáticamente los dispuso como parte central, simbólica, de su dispositivo y los utilizó sin cobrarles nada: nada hicieron que no quisieran hacer.
Esa confluencia tuvo una impresionante productividad política. Y dejó las cosas bien preparadas para que un triunfo del liberalismo, del enemigo, del antipueblo, los galvanizara. ¿Y los sectarizara? El riesgo es que crezcan. El kirchnerismo más duro y militante y las entidades que organizaron la conmemoración parecen el núcleo de una subcultura política pequeña pero activa y con impacto público. Es difícil saber si los extremos alcanzados el 24 contribuirán a consolidarla o a fragmentarla. Encontraron una bandera bizarra: los 30.000. A lo largo de estos años, hemos cometido muchos errores, dialogamos demasiado con nosotros mismos y no fuimos capaces de crear elementos para impedir que el populismo absorbiera al movimiento de derechos humanos. Hasta cuando Kirchner tuvo el tupé de "pedir disculpas en nombre del Estado", ninguneando mezquinamente a Alfonsín, la Conadep, los Juicios, etc., las voces que se alzaron fueron pocas. En el fondo es fácil aturdirse y dejar hacer, si los otros están decididos y no tienen escrúpulos.
Hay que desmontar el peligro de que la "grieta" (sea lo que fuere) se profundice y se alargue por este campo. Sería una catástrofe. No ganamos nada empeñándonos, como de costumbre, en que se empleen las "palabras justas". Usémoslas, demos cuenta fundada de ellas (por ejemplo, la cifra de desaparecidos) y punto. Hay que argumentar, pero no caer en "diálogos" de sordos. Me pregunto qué haríamos si, por ejemplo, la cifra fuera defendida por un movimiento de derechos humanos como el de los lejanos 80. ¿Pondríamos el mismo tesón en desmentirla?
Esta gente no vive de ningún modo en una burbuja, porque está más conectada que aislada. Comparte fragmentariamente sus creencias con mucha gente. Por ejemplo, "sos la dictadura": muchos argentinos comunes podrían aceptar este dislate sin pensar y al mismo tiempo rechazar la reivindicación de la violencia. Podrían aceptarlo porque tienen una noción populista de la democracia: si la democracia es el gobierno del pueblo, un gobierno que no es "popular" no puede ser una democracia. También están aquellos a quienes no les importa: su presencia en la plaza ese día tiene para ellos un valor superior a las sandeces dichas desde el palco. Y están los que adoptan mentiras como sus verdades, práctica universal.
Esta heterogeneidad complejiza las cosas. ¿Y a qué nos lleva? A que lo peor es tratar a ese sector como a un bloque enemigo. Sabemos que el número 30.000 -por ejemplo- es una construcción. La noción renaniana del olvido y el error histórico como fundamento de la nación no aplica. Porque 30.000 es la piedra de toque de un conjunto indigerible, para una inmensa mayoría social, de creencias y convicciones. Con todo, deberíamos tratar ese conjunto de un modo diferente al que tendemos a hacerlo. Deberíamos ser más activos, y proactivos, en la cuestión de los derechos humanos, y menos contradictores frente a la panoplia de creencias con que ese sector hiperradicalizado nos enfrenta. Mejor dejar que se cocinen en su propio jugo.
La cuestión de los derechos humanos debería ocupar un lugar que hoy no ocupa, no sólo en lo que se refiere al pasado, sino al presente: atada a la reposición y vigencia de la ley y, muy especialmente, en su ocupación de terreno geográfico, social e institucional, para que los sectores desfavorecidos ganen ciudadanía. Esta tarea precisa ser argumentada. Nada fácil, porque la lógica del Estado será ambigua. Caminará en el filo de la navaja entre, por ejemplo, la protesta callejera y la circulación. Una opinión pública activa que no se deje caer en el desánimo no será menos necesaria. Las redes sociales son malas consejeras y el estado de ánimo de la opinión es oscilante. Los que abogan por la desestabilización suelen ser más eficaces que los que defienden el proceso institucional. El 1° de abril es esperanzador. Apenas eso.
Presidente del Club Político Argentino