Los peligros de la pulsión destructiva
Escuchar a Daniel Scioli defender el gobierno de Javier Milei produce un efecto paradójico. Por un lado, su voz monocorde instala en el ánimo la desazón de lo irremediable. Por el otro, ofrece la oportunidad de entender por qué el país está atrapado en un laberinto. “Yo interpreto los nuevos tiempos de la Argentina”, dijo el jueves en la pantalla de LN+. Es un gran intérprete, qué duda cabe. Acaso le falte brillo, pero ese no es un requisito. Solo es preciso que los elogios huecos que antes dirigía a Cristina Kirchner hoy los concentre en Milei. Siempre con fe, con esperanza. Total, en la calesita nacional olvidamos que el reconvertido libertario fue el candidato a presidente de quienes perpetraron un latrocinio sistemático, dividieron a la sociedad e intentaron doblegar a la democracia. Escudados, además, en ideas que están en las antípodas de las que hoy defiende Scioli. El guion del motonauta es limitado pero audaz. ¡Pidió el Nobel de Economía para Milei! “La gente ya sabe a esta altura quien es quien”, dijo el actual secretario de Turismo, Ambiente y Deportes. No parece.
El kirchnerismo no está pagando el costo por el daño que su dilatada gestión de gobierno provocó en el país. Tampoco el peronismo. En gran medida estamos como estamos por el grado al que los Kirchner llevaron la corrupción endémica que, desde la política, se ha derramado durante décadas en los distintos órdenes de la vida pública. La pobreza y la indigencia que nos dejaron debería despertar una verdadera condena moral por parte de la sociedad y de la misma política. No es el caso. A pesar del grito de guerra libertario contra “la casta”, el Gobierno prefiere mantener en sus filas a funcionarios massistas o kirchneristas antes que depurar la administración mediante la incorporación de hombres y mujeres de PRO con experiencia en la función pública. Por otro lado, parte de la oposición dialoguista vota con el kirchnerismo en el Congreso. Así, además de rehabilitar a los K, le inflige al débil gobierno un daño considerable antes de que el oficialismo haya logrado su primera ley.
En una dinámica inherente a nuestro sistema político, parece que las fuerzas destructivas se han activado. Cuando un gobierno, no importa el signo, empieza a dar señales de estar encontrando una orientación en medio de la niebla, empiezan a llegar los cascotazos. No vaya a ser que levante la cabeza. Aquí, los partidos de la oposición se ocupan de que al gobierno no le vaya bien. Una especialidad del peronismo. Cuanto peor, mejor. Si de algo es culpable la política, al margen de la corrupción, es de anteponer la lucha agonal, la ambición de conquistar el poder, a todo lo demás. La primera víctima es el bien común, una noción que hoy despierta sonrisas irónicas. Alcanzado el botín del Estado, se lo llena de amigos y cómplices para saquear sus arcas y mantener el poder, mientras se carga en la gente el costo del déficit y los privilegios que de él provienen. El kirchnerismo, hoy como ayer, asume sin tapujos el pathos destructivo. Tal vez las fuerzas dialoguistas que se le unieron esta semana sepan que, de persistir en esa yunta, lo que se gatilla es un proceso de autodestrucción. Estamos todos en el mismo barco, aunque algunos viajen en primera y otros en la bodega.
"No se trata de destruir el Estado, sino la corrupción que lo ha vuelto deficitario e inútil para todo servicio. No es buena idea matar al enfermo para acabar con la enfermedad."
El Gobierno aporta lo suyo al clima imperante. El Presidente se jacta de su fuerza destructiva y se identifica con Terminator. “Soy el que destruye el Estado desde adentro”, dice en una entrevista concedida en San Francisco, Estados Unidos. “La reforma la tiene que hacer alguien que odie el Estado y yo lo odio tanto que estoy dispuesto a soportar calumnias, injurias y mentiras sobre mi persona y mis seres más queridos, que son mi hermana, mis perros y mis padres, con tal de destruir el Estado”. Cuando habla de odio, no exagera. Proviene de una adhesión sagrada a una teoría económica y se proyecta sobre aquellos que sí creen en el Estado, herejes caídos en el pecado del socialismo. ¿Cómo aceptar la colaboración de estos herejes, por más que tenga un gabinete diezmado y sin experiencia que reincide en fallas de gestión elementales? Difícil evitar entonces que, al no ser escuchados, al ser insultados, los impuros se unan a los responsables de la devastación.
Es cierto que en el Estado hay mucho que destruir. En especial, los nichos de corrupción convertidos con el tiempo en fortalezas donde unos pocos se dan la gran vida a costa de la miseria general. Pero no se trata de destruir el Estado, sino la corrupción que lo ha vuelto deficitario e inútil para todo servicio. No parece buena idea matar al enfermo para acabar con la enfermedad.
Si el mal según Milei lo encarnan quienes creen en el Estado y no los corruptos, estamos en problemas. Cuando se pone el traje de profeta, la batalla del Presidente no parece dirigida contra la corrupción y la casta, sino contra “los socialistas”. En esa lucha, hemos visto un gobierno capaz de acoger en su seno a los mercenarios de la casta, ya sean políticos o jueces. Habrá que ver dónde aplica motosierra. Allí vislumbraremos si pasamos de un extremo al otro para profundizar la decadencia o si aún nos queda una última oportunidad.