Los padres, un nuevo modelo de “militancia ciudadana”
Ante los daños que ha causado el cierre de las escuelas, las familias están movilizadas en una forma de participación que acaso marque un despertar cívico
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Detrás de la catástrofe que ha provocado el cierre de las escuelas asoma, paradójicamente, un fenómeno auspicioso: los padres han reasumido protagonismo y compromiso público en defensa de la educación de sus hijos. Se han involucrado de una manera en la que hacía décadas que no lo hacían. Han reaccionado con ímpetu ciudadano y con legítimas herramientas de participación cívica. Y han levantado, así, un dique de contención frente a la colonización sindical y partidaria de los colegios.
En las últimas dos décadas se observó en las escuelas una retirada de los padres. La apropiación que ejercieron los sindicatos docentes y el avance de la docencia militante dejaron a muchas familias a la defensiva, en una actitud casi resignada y de cierta pasividad. Para involucrarse en la escuela había que tener energía militante y enfrentarse a una corriente discursiva que se impuso con tono beligerante. Pasó lo mismo que en muchas otras instituciones: la moderación y la independencia de criterio cedieron terreno frente al avance de un sectarismo que actuaba con fuerza avasallante y con una agresiva estrategia de cooptación. Las escuelas fueron colonizadas por el discurso único de un sindicalismo combativo alineado con el kirchnerismo duro.
La deserción de los padres no debería interpretarse como indiferencia ni desinterés. Quizá se vincule, sí, con cierta sensación de impotencia frente a esa arrogancia militante que se abroqueló en las escuelas. Muchos observaban con preocupación la “bajada de línea” que sus hijos recibían en clase. Veían que la política se había metido en las aulas y aplicaba, sin disimulo, la pedagogía del adoctrinamiento. Veían, también, que se les imponía un relato sesgado de la historia y del presente, y que el pluralismo se convertía en letra muerta. ¿Pero cómo hacían un padre y una madre para dar la batalla cultural contra todo un aparato de dominación? Muchos habrán enviado cartas, habrán pedido reunirse con directivos o asentado quejas en “el cuaderno de comunicaciones”. Otros, seguramente, plantearon sus inquietudes en los grupos de WhatsApp. Pero eran reacciones aisladas, voces que se perdían en el desierto, desahogos que no movían el amperímetro. Hoy, sin embargo, algo ha empezado a cambiar. Padres Organizados expresa una reacción auspiciosa, pero no la única. Es, quizá, la cara más visible de algo que se nota alrededor de casi todas las escuelas: las familias están movilizadas, dispuestas a mostrar que, después de un año sin clases presenciales, no van a aceptar pasivamente una educación de puertas cerradas.
El movimiento de padres ha nacido en las redes sociales, pero ha apelado, a la vez, a diversas herramientas de participación ciudadana: cartas abiertas, recolección de firmas, presentaciones judiciales, acopio de estadísticas y reclamos públicos. Se ha convertido en un modelo de participación, pero también de esperanza: quizá marque el inicio de un despertar cívico frente a la cosa pública. Quizá se la deba conectar con otras reacciones ciudadanas que se gestaron de manera espontánea, sin banderías partidarias ni liderazgos políticos, para defender valores fundamentales como los de la justicia, la independencia de poderes o el respeto de la propiedad privada. Habría que leer esta rebelión de los padres en sintonía con aquella reacción que provocó la arremetida contra Vicentin, o aquellos banderazos por la institucionalidad, o los cacerolazos contra la liberación de presos. Son síntomas de una ciudadanía más dispuesta a asumir protagonismo frente a un poder que atropella a la Corte, descalifica a la oposición y exhibe, en la toma de decisiones, una peligrosa mezcla de arbitrariedad e improvisación.
La jerga del pseudoprogresismo esnob exalta dos verbos de moda: “militar” y “empoderar”. Les encanta verse como un núcleo “empoderado” que “milita” la cuarentena, el cierre de escuelas o la vacunación. “Militan” lo que les pidan. Y en esa intensidad militante ha residido la fuerza con la que se apropiaron de colegios, universidades, instituciones gubernamentales, organismos de derechos humanos y también de organizaciones de la sociedad civil. Han impuesto su relato, adueñándose hasta de Wikipedia. Del otro lado había muchos ciudadanos que, sin el amparo del Estado, tenían poco tiempo para “militar” sus convicciones porque debían lidiar con sus comercios, profesiones, talleres y pymes, o hacer horas extras para llegar a fin de mes. Son sectores que, además, no están acostumbrados al juego de la política, no quieren exponerse al pelotón de los trolls y temen, con fundamentos, que el poder los apunte con el dedo. Pero la novedad de estos días es que esos sectores también han decidido “empoderarse” y han salido a “militar” la educación de sus hijos.
Quizás haya detrás de este movimiento ciudadano un cambio de actitud de una amplia franja de la clase media, que ya no está dispuesta a resignarse ni a dejar en manos de otros aquellas cosas en las que, al fin y al cabo, se juega el futuro de sus hijos.
Si evaluamos este movimiento con optimismo, podríamos verlo como el renacimiento de pujantes comunidades educativas que aporten heterogeneidad, pluralismo y debate. Eso se perdió hace al menos veinte años, cuando un sector de la política empezó a meterse hasta en las cooperadoras escolares, cuando el sindicalismo combativo convirtió las aulas en campos de batalla y cuando el docente renunció a su liderazgo en un sistema que estigmatizó la autoridad del maestro y convirtió en malas palabras la evaluación, la calidad y la exigencia. Los padres miraron desde afuera todo ese proceso de degradación. Se quebraron consensos básicos y se deterioró la confianza entre las familias y el colegio. Se resignó la educación para convertir a la escuela en un entramado de intereses sectoriales. Ese sistema se hizo cada vez más agresivo y hostil, y terminó por provocar la retirada de los padres.
Da la impresión de que aquella comunidad resignada y silenciosa ha dicho basta. Venía acumulando preocupación ante el adoctrinamiento, los paros indefinidos, el deterioro de la enseñanza, el ausentismo crónico. Una enorme cantidad de familias habían optado, con dolor, por abandonar la escuela pública para llevar a sus hijos a colegios privados. Pero algo cambió, y en medio de la angustia y la incertidumbre, se ha gestado una reacción ciudadana para reabrir las escuelas y, tal vez, para asumir un nuevo compromiso que rescate los valores del pluralismo y la calidad asociados a la educación.
La rebelión de los padres abre una esperanza para la Argentina. Es síntoma de una clase media que sale del aislamiento para crear comunidades cívicas. Muestra a una sociedad que mira al país desde la familia, que pone en el centro el interés de los chicos y que no busca una salvación individual, sino un compromiso con la cosa pública. Es un movimiento que se pone por encima de la queja para promover cambios, que se asume como actor político, pero sin embanderarse detrás de un partido. Sin liderazgos personalistas, muestran sentido de organización, de comunidad y de institucionalidad, en contraste con otros movimientos autoconvocados que asumen una dinámica anárquica. No proponen “que se vayan todos”, sino discutir y construir entre todos. Ejercen el espíritu crítico, sin aceptar la obediencia del rebaño.
En la escuela había quedado un lugar vacante: el de los padres, que hoy han salido de los grupos de WhatsApp para hacer escuchar su voz en la escena pública. ¿Será el comienzo de algo nuevo? ¿Será el punto de partida para liberar a la escuela de sus propias ataduras? Las respuestas las tiene la ciudadanía.