Los orígenes históricos de nuestra inflación endémica
Siempre es oportuno rastrear en el pasado las raíces objetivas de los problemas, para arbitrar correctivos y evitar su utilización como arma de la política facciosa
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La velocidad de nuestro arranque hacia fines del siglo XIX incubó un peligro arrastrado durante las guerras civiles y finalmente diagnosticado en 1890. Su prevención se olvidó en medio de los desconciertos del siglo XX, que resultó una caja de sorpresas desagradables para el optimismo positivista brevemente recuperado durante la segunda posguerra, entre ellas, la inflación.
Ni bien le pusimos punto final en 1880 al último capítulo de la saga comenzada con la Emancipación, literalmente llovieron los factores que requeríamos para ingresar en el codiciado mercado de las commodities alimentarias. Europa todavía atravesaba los estertores de la gran crisis del mundo noratlántico que insinuó ascensos, estancamientos y cambios tecnológicos. Entre los primeros, se contaba la emergencia de potencias como Francia, Alemania y los Estados Unidos; sedes de una nueva revolución tecnológica respecto de la que la Gran Bretaña fue quedándose en la retaguardia.
La seguridad jurídica del Estado Nacional habilitó la llegada abundante de inmigrantes. Los trenes y los frigoríficos sentarían, a su vez, las bases de lo que James Scobie denominó una “revolución en las pampas”. Pero la vertiginosidad eclipsó los riesgos de un endeudamiento fundado en un cálculo poco responsable de nuestra potencialidad exportadora. Diez años después, incurrimos en el primer default de nuestra historia; una severa advertencia sobre las dificultades de equilibrar la macroeconomía por la portentosa maquinaria burocrática empeñada en vertebrar un país de grandes asimetrías regionales.
Sin embargo, el colapso supuso un aprendizaje que fue desplegando instituciones correctivas en el curso de esa década: cayeron varios bancos, se quitó a las provincias la capacidad de emitir moneda y se creó una Caja de Conversión que nos adecuó al patrón oro internacional instaurado por Inglaterra en 1873. A 5 años de la crisis, la solvencia exhibida por los sucesivos gobiernos permitió recomponer el flujo de inversiones y de inmigrantes. Hacia mediados de la década siguiente, la explosión de la agricultura logró superar a la ganadería en volúmenes exportables.
El vértigo del crecimiento, que nos convirtió en el sexto producto bruto per cápita del mundo, estaba, asimismo, aproximándose hacia la infranqueable frontera de nuestras tierras humedecidas. Y con eso se planteaba un nuevo desafío a la imaginación de unas elites dirigentes, confiadas en las cualidades ilimitadas de la dinámica abierta cuarenta años antes. Así lo advirtió Alejandro Bunge en 1908.
Tras el impacto brutal de la Gran Guerra Europea, la brillante prosperidad de posguerra volvió a eclipsar los peligros. Nuestro comercio exterior se trianguló entre unos EE.UU que nos eligieron como destino dilecto en la región para sus productos e inversiones dado el espesor de nuestras clases medias y una Europa –particularmente Inglaterra– que no los proveía o lo hacía en cantidades y cualidades mucho menores. Sin embargo, la anomalía no suscitó demasiados recaudos; hasta que los ingleses nos exigieron en 1927 salvaguardias compensatorias de su balance comercial negativo.
No hubo tiempo de analizar la admonición: la crisis internacional de 1929 surtió un efecto peor que el de la Guerra, y una perspectiva más tormentosa para nuestras commodities templadas que para las tropicales y mineras. La presión bilateralista redoblada de Gran Bretaña forzó a la firma del Acuerdo Roca-Runciman en 1932. Pero el sufrimiento diferencial nos dio la oportunidad de explotar al máximo nuestras reservas acumuladas durante el medio siglo anterior. Pese a contar con solo unos 12 millones de habitantes, la Argentina era la economía más grande de la región. Así lo expresaba una industrialización mucho mayor que la de países con la ventaja comparativa de poblaciones más abundantes y consiguientes salarios más bajos.
La imposibilidad de vender nuestra producción obligó a redoblar el esfuerzo industrializador merced a la oferta de materias primas de nuevas economías regionales que se sumaban a las pioneras del azúcar tucumano y los vinos cuyanos a fines del siglo XIX, como la yerba y el té de Misiones y Corrientes y el algodón chaqueño. La producción textil incipiente desde la primera guerra y ya pujante durante los años 20 logró sustituir todas las importaciones de ese rubro absorbiendo a las masas de desempleados urbanos a los que se sumaron miles de agricultores quebrados de las pampas.
Los gobiernos neoconservadores preservaron la pedagogía fiscal de la crisis de 1890 pese a la necesidad de improvisar, como en todo el mundo, mecanismos cambiarios de emergencia que subsumieron a la Caja de Conversión en un Banco Central. Este ajustó con éxito los flujos monetarios esterilizándolos respecto de las cambiantes coyunturas en medio de la recesión. Hacia 1934 habíamos resuelto el desempleo sin dejar de honrar deudas. Sin embargo, el autarquismo incubaba peligros.
Hacia comienzos de los años 40, ya iniciada una nueva guerra europea, se abrió un debate soterrado. Unos –particularmente los militares y los nuevos industriales– entendían que el autarquismo era un camino irreversible y que había que proseguir el esfuerzo sustitutivo de importaciones indiscriminadamente. Otros, como Federico Pinedo y su staff funcionarial, optaron una actitud más cauta y atenta a las ideas simplificadoras.
Sin materias primas estratégicas ni un mercado interno de escalas, esa industrialización podía suponer una trampa. Sorteable, en tanto se gestionara selectivamente promoviendo a aquellas que siguieran ocupando trabajo pero que consumieran materias primas locales procurando, simultáneamente, mercados más vastos. En medio de una guerra ya mundializada, era una excelente oportunidad para retomar la relación privilegiada con EE.UU de la década anterior, convirtiéndonos en una plataforma industrial para toda la región.
En suma, una readecuación de la economía argentina al nuevo orden internacional liderado por unos EE.UU autosuficientes y competitivos con nuestras commodities tradicionales. Pero el debate quedó ocluido por los avatares de nuestra política. Cuando el conflicto terminó, se impuso –aunque no con demasiada convicción– la opción autárquica con sus costos fiscales por la necesidad de comprar materias primas con la misma cantidad de bienes exportables tradicionales que, luego de un breve destello tras la posguerra, volvieron a los precios de los años 30, confirmando el autarquismo alimentario europeo. Ya hacia fines de la década, las industrias nacionales se toparon con una nueva frontera en su capacidad de incorporar trabajo, con lo que el pleno empleo –caro a nuestra tradición inclusiva, pero por entonces convertido en sentido común internacional– obligó al Estado a expedirse como empleador aprovechando la ola de estatizaciones de la posguerra.
Su consecuencia inflacionaria no se hizo esperar, aunque exacerbada por otros desequilibrios de las cuentas públicas y por una puja distributiva que terminó solidificándose como un trastorno cultural. Fue como pisar una mina cuyas esquirlas arrastramos hasta nuestros días y que solo pudo sofrenarse durante breves períodos, salvo entre 1991 y 2001, aunque sin atacar sus raíces, como lo prueba su resurrección en 2002 y luego de 2006. Siempre es oportuno recordar sus orígenes históricos objetivos para arbitrar algún día correctivos evitando su utilización como arma de la política facciosa.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos