Los ojos del yaguareté
Morocho Patrocinio fue un líder wichi de El Quebracho, un pequeño pueblo en el oeste formoseño. Algunas tardes, a la sombra de un viejo algarrobo, Morocho me contaba sus historias y sus preocupaciones. Él sabía que todo estaba cambiando y buscaba la forma de que su gente no se quedara afuera. Quería entender.
Como su padre, era cazador y pescador. Los otros wichis llamaban a los hombres como Morocho "montaraces"; eran los que en los años 80 todavía conservaban su identidad. Podían vivir en el monte sin necesidad de ninguna de las cosas que el blanco les proponía como indispensables.
Morocho se sumergía en las turbias aguas del Pilcomayo y distinguía por el sonido la variedad del pez que se acercaba, hundía entonces su red con forma de V y lo sacaba. Jamás fallaba.
Un otoño, poco antes de morir, me contó de sus viejos enfrentamientos con el yaguareté, casi extinto en esa zona. "El tigre", como él lo llamaba. "Cuando se mirábamos a los ojos, era como un fuego, ahí nomás los dos sabíamos quién iba a triunfá , pero el tigre no estaba por echarse pa' trá , el hombre por ahí escapaba, el tigre siempre peleaba. Y ahora que ya no hay más tigre, gringo, ¿cómo es que van a hacer nuestros hijos para saber si es que son hombres?"
Para los wichis, la tierra es su hábitat, su cultura y parte indivisible de su ser. La tierra les da alimento, les provee lo necesario para hacer sus casas, sus telas y sus remedios. En ella habitan también sus dioses, sus espíritus. Hace relativamente poco tiempo, el criollo comenzó a habitar ese mismo monte y el nativo aprendió a compartir sus tierras. Si bien la convivencia tuvo momentos de tensión y discriminación, el tipo de explotación que hacían los criollos, casi exclusivamente la ganadería extensiva, no alteraba demasiado su hábitat y cada uno hacía lo suyo. Muchos aborígenes cambiaban postes de quebracho o cueros de iguana y yacaré por harina, aceite, telas, etc. Es cierto que miles de wichis (entonces se los llamaba matacos ) o tobas (qom) eran acarreados como ganado a trabajar en las zafras o en la recolección de algodón de manera inhumana, pero ésa es otra historia.
El verdadero problema comenzó cuando la ganadería fue empujada por la soja hacia campos más marginales. Tierras que antes no resultaban atractivas pasaron a ser preciadas para desmontar, sembrar pasturas y cargar de ganado. Los criollos fueron tentados a vender sus derechos de ocupantes a empresarios y los aborígenes comenzaron a ver imposibilitada su habitual manera de aprovechar sus recursos.
Lo que debemos comprender es que despojarlos de la tierra es como amputarles parte de su cerebro, como si se les anularan sus sentidos. Muchos de quienes quieren honestamente ayudarlos lo hacen desde nuestra visión, que no es en absoluto la de los habitantes del monte. Se los subestima, se los condena al asistencialismo. Otros sostienen que ellos deben luchar, decidir y negociar su futuro. Si bien esto es cierto, también es cierto que existen normas legales que no convalidan las negociaciones si una de las partes está en inferioridad de condiciones (art. 954 del Código Civil)
Y obviamente un wichi o un qom que ya no es dueño de su tierra, que no tiene el recurso del monte para proveer libremente a su familia de alimento y refugio no está en condiciones de negociar nada. Es como un hombre ahogándose en el mar negociando con quien está sobre el bote, mientras éste intenta sacar ventaja a cambio de tirarle el salvavidas y evitar su muerte. Esta metáfora puede parecer exagerada, pero es la realidad que viven muchos de los pueblos originarios. Para quien sufre hambre, humillación y amenazas constantes, negociar cualquier cosa no sólo es injusto, sino que revela la enorme crueldad que, por ignorancia u omisión, nuestra sociedad descarga sobre ellos.
Permitir que los wichis o los qom o cualquiera de las etnias que habitan nuestro suelo desde siempre luchen por sus tierras en condiciones de absoluta asimetría y desigualdad es colaborar con su exterminio. Si usted, lector, olvida su abrigo en mi casa, yo no voy a exigirle que luche por su abrigo para recuperarlo. Simplemente lo llamo para que pase a retirarlo, porque no es mío.
Nuestra sociedad, especialmente el Estado nacional, no puede permitir que esto siga sucediendo. No debemos esperar a que ellos reclamen sus tierras, es claro cuáles son sus territorios y tenemos la obligación ética de restituírselos, sin importar si ellos tienen o no la capacidad o el conocimiento suficiente de nuestra legislación como para reclamarlos correcta y efectivamente.
No podemos ser cómplices, con nuestro silencio, de este lento etnocidio .
Félix Díaz es el líder indiscutido de la comunidad qom de La Primavera, y la negativa del gobierno provincial de Formosa y el gobierno nacional de darles acceso al agua, a la salud, a tener su correspondiente DNI, además de la devolución de las tierras que por derecho les corresponden, lo han obligado a llevar adelante una lucha despareja, sólo animada por su perseverancia y el apoyo de su gente.
Para nuestra concepción, su intento podría parecer un fracaso. Son muchos años de atropello y desinterés por parte de un gobierno que dice enarbolar la bandera de los derechos humanos. Pero esas crueles negativas lo han fortalecido, lo han hecho más sabio, y han convertido a Díaz en un verdadero líder. Ha perdido a su sobrino, a sus hermanos, su familia ha sido golpeada, y su población, diezmada por la lucha. Más de cien integrantes de su comunidad han muerto de enfermedades curables por falta del acceso a la salud en los últimos tres años.
Pero los más viejos, los ancianos, los que atesoran en su memoria y transmiten la historia de su pueblo, han recuperado, gracias a esta ejemplar lucha, el mismo brillo que vi en los ojos de Morocho cuando me hablaba de sus enfrentamientos con el tigre.
© LA NACION
lanacionar