Los ojos del búho
Hace veinte días, Alberto Manguel, al despedir al escritor Roberto Calasso en una columna para LA NACION, volvió a recordar la disputa (mejor dicho, la disyunción o la discordia) entre el símbolo y la alegoría. Según Manguel, para Calasso “toda lectura literaria era alegórica, dado que se advierte que el texto desarrolla una narración cuyo sentido está fuera de la narración misma”. Mencionaba también que Borges había impugnado la alegoría; así es; lo hizo en “De las alegorías a las novelas” (Otras inquisiciones). Lo impugnado es que las abstracciones están personificadas (Don Segundo Sombra es el Gaucho, todo gaucho). Quien quiera entender por qué a Borges no quiso escribir una novela, y por qué le gustaba muy poco leerlas, va a encontrar una respuesta en ese ensayo.
También Goethe la rechazó. Definir algo es una manera de empezar a calificarlo. Para él, la alegoría transforma el fenómeno en un concepto y el concepto en una imagen (de Don Segundo Sombra al Gaucho), pero de modo que el concepto (Gaucho) queda completo y restringido en la imagen (Don Segundo Sombra). Lo contrario es el símbolo. En el símbolo, el fenómeno se transforma en idea y la idea en imagen, pero la idea no está restringida, está activa en la imagen y es finalmente intraducible. La pintura La escuela de Atenas, de Rafael, es la filosofía entera, no una personificación abstraída.
La editorial Adriana Hidalgo empezó a publicar una colección llamada Naturalezas, que tiene entre dos de sus títulos recién salidos Búhos, del zoólogo inglés Desmond Harris. El libro está colmado de elegancia británica, y, aparte las precisiones científicas, es un despliegue del ave en el arte, cuyo origen debe ser buscado en la mitología: el búho, tan asociado a Atenea en la Grecia antigua, y posteriormente a Minerva en Roma. Después el búho se cargó de tintes más bien ominosos, un ave de las tinieblas, símbolo de la transitoriedad y de la vanitas. Dije “símbolo” y así se llama un capítulo del libro: “El búho como símbolo”.
La rehabilitación simbólica del búho (esto no lo dice Harris, la culpa es mía) llegó en el siglo XIX. Hace falta citar ahora la bella frase de Hegel (bella por necesaria, bella por colmada de sentido) en el anteúltimo párrafo del prólogo a Principios de la filosofía del derecho: “La filosofía llega siempre demasiado tarde. En cuanto pensamiento del mundo, aparece en el tiempo sólo después de que la realidad ha consumado su proceso de formación y está ya lista y terminada […] Cuando la filosofía pinta con sus tonos grises, ya ha envejecido una figura de la vida que sus grises no pueden rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo levanta vuelo en el crepúsculo”.
El filósofo sólo conoce, no lo que es, sino lo que ya dejó de ser. Es una especie de profeta retrospectivo, alguien entregado a una ciencia melancólica. En 1598, Durero hizo la acuarela Pequeño búho. Señala Morris lo siguiente sobre esa obra: “El búho de Durero es un búho a secas, un retrato zoológico objetivo sin ninguna de las insinuaciones simbólicas habituales. Este búho no era ni bueno ni malo, sencillamente posaba para su retrato, y así fue fielmente registrado, dando lugar a una obra de arte adelantada en quinientos años a su tiempo”. Es difícil, con respeto que se merece el zoólogo, estar acuerdo con esa conclusión. El de Durero es un búho raramente afligido, con un visaje en los ojos que da a entender la lasitud de quien vio más de lo que querría haber visto.
Puede ser que nada de esto sea lo que Durero quiso representar, pero tampoco sabemos si pretendió un registro fiel, de modo que podría ser tanto una cosa como la otra. Prefiero la segunda posibilidad. En ese caso, Durero no se habría adelantado quinientos años sino trescientos, porque su búho es el correlato exacto de la definición de Hegel, de 1821. Vive el símbolo en el búho, en sus ojos, símbolo incorruptible y sin traducción.