Los nuevos rostros de la posgrieta
Las descripciones mediáticas de los procesos electorales suelen simplificar su complejidad. Los votantes se describen a grandes trazos, bajo rótulos genéricos, como oficialistas, opositores o indecisos, un subgrupo al que se le atribuye sin pruebas un rol crucial para definir las elecciones. Sucede algo parecido con los distintos episodios del proceso electoral. Se induce a pensar en el lapso entre la primera vuelta y el ballottage, convirtiendo a este en la instancia decisiva, pero se subvalora el período que transcurre entre las PASO y la primera vuelta, cuando pueden ocurrir cambios cruciales tanto en la oferta como en la demanda electoral. Se analiza más octubre que agosto, se segmenta poco el electorado, se da por cierta la intención de voto extraída con fórceps de los sondeos antes de que empiece la campaña. Se confunde el microclima de los políticos, los medios y los analistas con la percepción -siempre más lejana y más lenta- de la sociedad y sus distintos estratos.
Estas simplificaciones se extienden a la consideración de los candidatos. La descripción de sus enfrentamientos prevalece sobre el análisis de sus intenciones. Pareciera que Cristina y Macri, las dos figuras centrales de la escena, interesaran más como púgiles en un ring que como productores de tácticas y estrategias que los conducirán, si tienen éxito, a retener o recuperar el poder. Las diferencias entre ellos opacan la similitud de sus movimientos, que cada vez es mayor. Tal vez por eso no se haya prestado suficiente atención a la simultaneidad de la torsión que realizaron en los últimos días: reemplazar el discurso de la grieta por el del consenso, proponer acuerdos y nuevos contratos sociales, elegir delegados que tengan fama de negociadores o exhiban actitudes amables. Cuando se observa la crisis del peronismo federal, no puede entendérsela sin advertir que el macrismo y el cristinismo le expropiaron su principal capital simbólico: el relato antigrieta, que pretendía aglutinar al importante contingente de votantes que no se rige por opciones ideológicas. Abolida la grieta, cuya sustancia es discursiva y argumentativa, queda en pie solo la polarización, una estrategia de campaña que depende antes de recursos materiales y mediáticos que del relato.
Cancelar la grieta tiene una intención precisa, que repiten todos los partidos en condiciones de ganar una elección democrática: conquistar al electorado denominado "independiente", que en rigor reúne a los votantes menos interesados en la política, no a los más analíticos. Ellos, que son los que definen las elecciones, demandan soluciones pragmáticas a sus problemas, rechazan los enfrentamientos que distraen a los candidatos de ese objetivo y suelen decidir el voto por razones materiales. Una segmentación elaborada por Poliarquía, muestra la importancia cuantitativa de este segmento: comprende cerca del 60% del electorado y es factible distinguir dos sectores a su interior: los que pueden votar diversas opciones porque su conducta es volátil -representan el 43% - y los que votarán a cualquier candidato que no sean Macri o Cristina, que suman casi el 15%. Ambos grupos están siendo asediados por las grandes fuerzas, en detrimento de otras opciones. El oficialismo propone mejorarles algo el presente y mucho el futuro, y Cristina, a través de su delegado, restituirles el pasado. En definitiva, polarizarlos con propuestas y buenos modales, lejos del escándalo de la grieta.
Alberto Fernández y María Eugenia Vidal, cuyo protagonismo es indisimulable y será creciente resulte o no el recambio de Macri, son los nuevos rostros de la posgrieta. Confrontarán como adversarios, no como enemigos; hablarán de tender puentes y realizar transacciones. Se mostrarán afables e íntimos, amplios e indulgentes. Alberto procurará convencer de que posee republicanismo, un valor atribuido a Cambiemos; y María Eugenia desplegará sensibilidad social, un valor asociado al peronismo. Cruzarán las fronteras, debatirán en el territorio que se ha llamado, con humor, "Corea del Medio". En esta nueva fase, el Presidente y la expresidenta conservarán el control, pero a través de una transferencia de poder efectivo o simbólico que denota debilidad y genera incertidumbre. Debilidad, porque de tanto rivalizar se volvieron ineptos para seducir al votante independiente. E incertidumbre, porque en política nunca se sabe cómo terminarán las cesiones que no se hacen dentro del círculo familiar.
¿Quién posee más chances de ganar en este nuevo contexto? La respuesta es inalterable: el que capture la mayor cantidad de desinteresados, volátiles e independientes. Para eso, Macri debe remover el rechazo a su figura que la frustración económica provoca en dos tercios de ellos. Y Cristina necesita disimular el recelo que su beligerancia generó en un electorado que requiere soluciones a sus problemas concretos, no machacantes alegatos contra los enemigos del pueblo. © LA NACION