Los nuevos descubrimientos espaciales abren un futuro deslumbrante en el Universo
Las imágenes transmitidas por el telescopio espacial James Webb permitieron descubrir la “cara oculta” del universo y abrieron expectativas fascinantes sobre el “misterio esencial” de la humanidad
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A medida que el hombre se acerca a la verdad, sus certezas pierden consistencia y, como es sabido, plantean dudas existenciales. Ahora, los 8000 millones de habitantes de la Tierra comienzan a tomar conciencia de la realidad cósmica que los rodea y –sobre todo– la intuición de que probablemente no están solos en el Universo, como sugiere la famosa paradoja de Fermi.
En 1950, el físico italiano Enrico Fermi ya era célebre por el Premio Nobel que había recibido en 1938 y su contribución al proyecto Manhattan sobre la fabricación de la primera bomba atómica. Habituado a las hipótesis audaces, Fermi expuso la premisa disruptiva de que en nuestra Vía Láctea –compuesta de 200.000 millones de estrellas y 100.000 millones de planetas– existe un mínimo número de planetas que albergan vida y, entre ellos, por lo menos algunos que fueron capaces de desarrollar inteligencia. En ese caso, postuló Fermi, deberíamos estar nadando en “un mar de civilizaciones alienígenas”, incluyendo algunas más avanzadas que la nuestra. “¿Dónde están? ¿Por qué no hemos encontrado trazas de vida extraterrestre inteligente, por ejemplo, sondas, naves espaciales o transmisiones?”, se inquietó durante una conversación con un grupo de amigos.
La serie de ciencia ficción Three Body Problem (“El problema de los tres cuerpos”), basada en la trilogía homónima del autor chino Liu Cixin, propuso una tímida respuesta a ese interrogante crucial. Uno de los personajes, que trabaja en un observatorio, recibe un mensaje de una civilización alienígena advirtiéndole del peligro de responder. En el segundo volumen de la serie, El bosque oscuro, Liu Cixin profundiza la inquietud cuando describe el cosmos como un lugar de perpetua desconfianza y hostilidad latente, y compara el universo con un bosque sombrío, donde cada civilización procede como un cazador armado que actúa permanentemente en silencio para no poner en peligro su existencia. “Si encuentra otra vida, solo puede hacer una cosa: abrir fuego y eliminarla”.
Descifrar el universo es una preocupación humana que comenzó apenas el hombre levantó los ojos al cielo. Desde Aristóteles, que fue el primer hombre en interrogarse sobre esa cúpula atrayente y amenazadora que nos rodea, miles de científicos consagraron sus vidas a tratar de demostrar con cálculos matemáticos el origen de la Creación, el extraño equilibrio que permitía la coexistencia de estrellas o la armonía de fuerzas que permitía el desplazamiento de planetas en el cielo. Copérnico, Newton y finalmente Einstein –entre otros– propusieron ecuaciones matemáticas esenciales que abrieron autopistas de conocimiento para que el hombre pudiera explorar, por primera vez, lo que bien podría llamarse el “misterio esencial” de la humanidad.
Para tratar de dilucidar ese enigma, a partir de los años 1950 los científicos promovieron un gran número de exploraciones estelares que primero les permitió poner un pie en la Luna, luego soñar con la conquista de Marte y, por último, comenzar a remontar el tiempo para tratar de llegar al origen del universo, ese fenómeno popularizado por el astrónomo británico Fred Hoyle como el big bang. El concepto tuvo un extraordinario impacto pedagógico, pero era inexacto. Por eso, a partir de los años 1990 una vez más comenzaron a vacilar las certezas, que terminaron de claudicar con los descubrimientos realizados por el telescopio Hubble, los datos obtenidos por la sonda espacial WMAP (Wilkinson Microwave Anisotropy Probe) en 2003 y los descubrimientos aportados por el satélite Planck de la Agencia Espacial Europea (ESA) en 2003. Ahora, la asombrosa serie de imágenes infrarrojas y datos espectroscópicos transmitidos por el telescopio espacial James Webb autorizan a datar en 13.800 millones de años esa explosión de materia hiperconcentrada –conocida como el big bang–, que permitió formar las galaxias y esos famosos agujeros negros que excitan la imaginación de los astrofísicos. Desde que fueron descubiertos, la cultura popular les asignó el papel de misteriosos villanos del espacio. Hace 40 años, el descubrimiento de la materia negra aumentó el enigma porque a los dos fenómenos solo se los conocía en teoría, puesto que nadie había logrado observarlos ni analizarlos.
El telescopio espacial, que continúa remontando el tiempo para acercarse al big bang, realizó un aporte esencial en mayo de 2022 cuando logró fotografiar la sombra de un agujero negro e incluso pudo detectar colisiones de agujeros negros gracias a las deformaciones del espacio que generan esos fenómenos. Einstein había imaginado esas ondas gravitacionales –que nadie pudo ver jamás– y asegurado que el espacio, esencialmente vacío, contenía en realidad una sustancia maleable. A ese puzzle de incertidumbres se agregaron nuevas ideas iconoclastas, como la teoría de cuerdas, según la cual el espacio –que parece tridimensional–, no estaría formado por 4 dimensiones espacio-temporales (3 de espacio y 1 de tiempo), sino por 10, 11 o incluso 26. Sin esas dimensiones adicionales, la teoría colapsa. Ahora se comienza a evocar también la hipótesis de universos paralelos que cohabitan como múltiples pompas de jabón.
La más inaudita de esas perspectivas es la “cara oculta del universo”, descubierta por el astrofísico francés David Elvaz, director de investigaciones del Consejo de Energía Atómica (CEA) que funciona en el marco del polo científico de Saclay-París, ubicado en los suburbios de París. El nuevo telescopio europeo Euclides, lanzado hace 14 meses, permitirá comprobar si en esa dimensión desconocida e invisible funciona el centro operativo que pilotea el movimiento de galaxias, que podría constituir 95% del universo. Numerosos científicos conjeturan que es allí donde se alojan los agujeros y la energía negra, así llamados porque no emiten ninguna luz. Aunque nadie probó su existencia, sin su presencia no se podrían explicar las otras fuerzas que operan en el universo. Los astrónomos suponían hasta ahora que las estrellas y las galaxias surgieron después del big bang. Las nuevas evidencias inducen a pensar que los agujeros negros aparecieron incluso antes que las estrellas: “Eso significaría que nuestra historia pudo haber comenzado con un agujero negro”, conjetura Elvaz. Excitados por la información que transmite el telescopio, los científicos creen que –más temprano que tarde– James Webb terminará por enviar datos e imágenes probando la existencia de ciertas formas de vida en otro planeta. Nadie habla, por ahora, de otras civilizaciones. Pero en círculos científicos insinúan la conveniencia de reanudar los mensajes interestelares para explorar la posibilidad de diálogo con alguna civilización alienígena, como se hacía hace más de medio siglo. Esa idea, impulsada desde los años 1960 –entre otros, por los astrofísicos norteamericanos Carl Sagan y Michael H. Hart, y el ingeniero David Viewing– acaba de ser retomada por el gobierno de Estados Unidos, que decidió estudiar los llamados Fenómenos Aéreos No Identificados (UAP), mientras que el Pentágono creó la Oficina de Resolución de Anomalías en Todos los Dominios (AARO) para investigar los casos de ovnis, particularmente los que fueron señalados por pilotos militares. El año pasado, el Congreso norteamericano dedicó una audiencia a discutir la posibilidad de contacto con civilizaciones no humanas, sin formular otras precisiones.
Ese cuadro empieza a constituir una respuesta a la paradoja de Fermi, similar al escenario que plantea Liu Cixin en El fin de la muerte. En ese libro, tercer tomo de su trilogía, el autor chino imagina que en ese momento la humanidad quedará confrontada a una opción crucial: lanzarse a la conquista de otros universos o morir en su tierra natal.
Especialista en inteligencia económica y periodista