Los nuevos derechos humanos
Por Luis Alberto Romero Para LA NACION
Es sabido que los sentidos de las palabras cambian. Sucesivas generaciones van desplegando variantes, matices y, en esa evolución, puede concluirse en las antípodas, como ha ocurrido, en tres siglos, con la palabra liberalismo. Pero a veces esos cambios ocurren delante de nuestras narices, como en el caso de los "derechos humanos". En 1983 los asociamos naturalmente con el Estado de Derecho; en 2003 éstos son reclamados como bandera por un gobierno autoritario, cuya política al respecto se ubica en las antípodas de la de 1983.
Por aquellos años, los derechos humanos se filiaban con naturalidad en las Declaraciones de Inglaterra de 1688, de Francia de 1789 o de las Naciones Unidas de 1946. Esta tradición, poco frecuentada en la Argentina del siglo XX, resurgió durante la dictadura militar, principalmente por obra de varias abnegadas asociaciones defensoras de los derechos y, en primer lugar, por las Madres de Plaza de Mayo. Ellas proclamaron un absoluto ético que se convirtió en el faro de la nueva política: no hay fin que justifique los medios, si éstos son violatorios de los derechos.
Por entonces, el Estado de Derecho se convirtió en el marco deseable de la convivencia social y política civilizada; también se valoraron el pluralismo, la argumentación y el acuerdo. Y, naturalmente, la democracia. El gobierno constitucional de 1983 supo enlazar el juicio a los máximos responsables del terrorismo de Estado, que encaró con destacada eficiencia, con la fundamentación del Estado de Derecho. La Argentina sería gobernada por la ley.
Las cosas no fueron exactamente así. A la ilusión democrática inicial siguió, pendularmente, la desilusión, alimentada por las sucesivas crisis económicas y también por la capacidad de resistencia de la corporación militar frente a un gobierno civil progresivamente más débil.
En ese contexto, el movimiento inicial de los derechos humanos fue desgajándose. Algunos siguieron fieles a las líneas iniciales y otros desarrollaron prácticas e interpretaciones parciales.
Un sector, fuerte en diversas organizaciones civiles, se proclamó tutor de la memoria correcta del pasado. El "deber de memoria" se apoyó en citas rituales del Holocausto y se expresó con tono elevado, índice admonitorio, juicio moral contundente y subsecuente condena. Los "escraches" son una herencia, quizá bastarda, de esa línea.
Otros cuestionaron el punto de la interpretación de 1983 según el cual la sociedad había sido "víctima inocente" del terrorismo de Estado. Con razón, afirmaron que muchas víctimas no eran tales, sino militantes, luchadores. De allí muchos pasaron a la reivindicación de sus principios y de sus métodos. Se proclamó nuevamente la superioridad de los fines y la legitimidad de apelar a cualquier medio. La democracia construida en 1983 sería sólo el terreno adecuado para una segunda oportunidad, o al menos para una buena revancha.
Otros se consagraron de manera profesional a la defensa de los derechos humanos, una actividad que requiere especialización y capacitación. Algunos de quienes lo encararon desde el punto de vista profesional se sintieron atraídos por la posibilidad de una carrera. De una organización de derechos humanos se podía, por ejemplo, pasar a una función pública afín, y desde allí entrar al mundo de la política lisa y llana. En estos casos, fue común la combinación de una alta dosis de principismo y otra de pragmatismo, lo que hizo poco favor al prestigio de los principios.
Desde 2003, estas tendencias han confluido en lo que el presidente Kirchner -un recién llegado en estas lides - declaró como la refundación de la política de derechos humanos. Nada se habría hecho antes, y en cierto sentido de realidad no le faltaba razón, pues estaba hablando de algo distinto. Pero, en rigor, los elementos que puso en juego se habían cocinado previamente, a fuego lento, en el caldero político ideológico de la Argentina en crisis.
En ese nuevo componente se integró la tradición de los dueños de la memoria, con su gusto por la espectacularidad y su intolerancia; incluso se institucionalizó el escrache. A ello se agregó la reivindicación de la militancia de los años 70, toda junta, con su idealismo y su práctica, que había incluido la violencia asesina.
Se tomó distancia del ideal del Estado de Derecho, y aun de la noción misma de Estado organizado. Este sentido tiene la práctica de un estilo de gobierno más personal que institucional, el avance sobre la independencia del Poder Judicial -con un par de comisarios políticos en el Consejo de la Magistratura- y la destrucción de una agencia como el Indec, esencial para desarrollar cualquier política estatal que vaya más allá del impulso volitivo. En cuanto al pluralismo, la imagen de poner al otro de rodillas es elocuente en cuanto a su valoración.
En este contexto, la reanudación de los juicios a los agentes del terrorismo de Estado -una medida sin duda plausible, que podría formar parte de la concepción de los derechos humanos de 1983- adquiere un significado muy distinto, más ligado a la revancha que al Estado de Derecho.
Por último, lo más importante. Algunas de las organizaciones de derechos humanos están siendo sistemáticamente cooptadas desde el Gobierno. Hay un intercambio de subsidios, imprecisos e incontrolados, por apoyo político y legitimación en nombre de los antiguos principios. Es cierto que en una relación hay siempre dos partes que deciden lo que quieren hacer; pero también es cierto que el Estado tiene responsabilidades mayores. Debería haber cuidado a las organizaciones de derechos humanos y no hacer de ellas un instrumento de gobierno.
El problema no se limita a aquellas que eligieron ese camino, sino al principio mismo que las animó. Por ese camino, el poder moral que tenían, construido en las luchas contra la dictadura y ratificado durante la construcción de la democracia, se erosiona y desaparece. Considero que ésta es la consecuencia más terrible y lamentable de esta política de derechos humanos, ubicada en las antípodas de la de 1983.