Los nuevos debates de la Argentina posindustrial
Durante la segunda mitad del siglo XX el debate sobre desarrollo económico en la Argentina giró en torno a la mayor o menor aptitud de la agricultura y de la industria para liderar dicho proceso. Mientras que los "industrialistas" abogaban por aprovechar las rentas extraordinarias de la pampa húmeda para completar el proceso de sustitución de importaciones, los "defensores de las ventajas naturales" criticaban lo que entendían como una asignación poco eficiente de los recursos. En un mundo en el que el desiderátum del desarrollo y de la generación de riqueza era la línea de montaje fordista o la fábrica en la que trabajaba Chaplin en Tiempos modernos, los servicios eran "el resto de la economía", con actividades de baja productividad y escasa tecnología.
Como resultado de las peculiaridades sociales, políticas y económicas de nuestro país, llevó largo tiempo alcanzar cierto consenso en que el desarrollo del campo y de la industria son fenómenos complementarios y no contrapuestos. La pregunta acerca de si una tonelada de acero tiene más valor agregado que una tonelada de carne era probablemente relevante hace 40 años. Hoy ha dejado de serlo, entre otras cosas porque ambas actividades han ido mutando. El campo ya no es un simple productor de granos y semillas o de inmensos rodeos de animales bajo la tutela de grandes terratenientes, sino que es una actividad tecnificada e innovadora. Y la industria ya no se desarrolla sólo en función de las necesidades del mercado interno, sino que es un sector crecientemente fragmentado y transnacionalizado, cada vez más integrado a las corrientes globales de comercio.
Si este debate se fue dejando de lado, a lo largo de las últimas dos décadas otras actividades comenzaron a ocupar espacio en la economía y el empleo, y plantearon nuevas discusiones en torno al patrón de especialización y de inserción internacional de la economía argentina: los servicios basados en el conocimiento.
Mientras que históricamente los servicios transables se limitaban al transporte, los seguros y el turismo, los cambios en los modos de producción, el proceso de fragmentación productiva y la generalización del uso de nuevas tecnologías y comunicaciones posibilitaron el surgimiento de nuevas ventajas comparativas, vinculadas no sólo a los costos de mano de obra sino también a su nivel medio de calificación, a la madurez y el tamaño del tejido empresarial local, entre otros factores. Se trata de actividades tan amplias y diferentes como servicios empresariales (recursos humanos, contabilidad, servicios de back office), industrias creativas y audiovisuales (publicidad, diseño, industria audiovisual), informática (software, videojuegos), servicios de salud, de ingeniería, de educación, investigación y desarrollo, entre muchas otras.
Esto ha generado nuevas controversias. Por un lado, los "apologistas" de los nuevos servicios, que prometen empleo, innovación, exportaciones y prestaciones world class. Por otro, los defensores de la industria, que reivindican su rol como motor del empleo de calidad e incluso de la demanda de la mayor parte de los servicios. Y el agro, que asegura ser la "única" fuente genuina de generación de divisas, a lo que suma ahora innovación y tecnología.
Seguramente la "verdad" estará en algún punto intermedio. Es cierto que los nuevos servicios ocupan un lugar cada vez más importante en la producción, el empleo y las exportaciones. Pero también es verdad que sus magnitudes relativas corren por detrás de las otras actividades (agrícolas y manufactureras), con las cuales además interactúan y se potencian. Actualmente el 20% de las exportaciones argentinas agrícolas y el 30% de las manufactureras son servicios embebidos en dichos bienes. Esto es, diseño, I+D, logística y demás servicios argentinos que se proyectan al mundo a través de los bienes. A esta penetración "indirecta" deben sumarse las exportaciones que las firmas de servicios realizan en forma directa y que en el bienio 2014/5 ascendieron a 7000 millones de dólares anuales.
En definitiva, los servicios basados en conocimiento han sumado y complementan las actividades tradicionales de nuestro país con un aporte nada despreciable en materia de empleo y exportaciones. Llevan a su favor ser actividades urbanas, sin chimeneas, intensivas en empleo calificado, con salarios más elevados que la media y generación de divisas genuinas. Todavía está por verse si estas actividades logran insertarse de manera sostenible en eslabones de mayor valor agregado en el comercio internacional.
Es hora ya de dejar de lado viejos debates y antinomias y centrar nuestra atención en tratar de entender cómo y por dónde viene lo nuevo. El Estado, las empresas, el sistema educativo, las ONG y los sindicatos tienen un importante rol que cumplir si queremos aprovechar este nuevo fenómeno para generar más y mejores oportunidades para el empleo, el bienestar y el desarrollo social de nuestro país.
Gustavo Svarzman y Ricardo Rozemberg son economistas de la UBA y el Centro de iDeAS/Unsam, respectivamente
Gustavo Svarzman y Ricardo Rozemberg