Los muralistas mexicanos y la acción política
La muestra "La exposición pendiente"en el Museo Nacional de Bellas Artes, dedicada a los tres grandes muralistas mexicanos (Diego Rivera, José Orozco y David Siqueiros), es un fragmento de tiempo recuperado: debió inaugurarse en Santiago de Chile, en septiembre de 1973, pero terminó impidiéndolo el golpe de Pinochet contra Salvador Allende. Pasearse entre sus obras permite recordar hasta qué punto el arte podía no sólo ser expresivo, sino también radicalmente político, por qué podía seguir irritando, con su mezcla de vanguardia y retrato social, tantos años después de haber cobrado forma.
No hay, claro está, murales, sino cuadros de dimensiones más terrenales, incluso dibujos o litografías, de esos artistas que, convocados en los años 20 por el escritor José Vasconcelos (por entonces Secretario de Instrucción Pública), se lanzaron a crear su arte monumental y público en los principales edificios mexicanos. Los cuadros de Orozco muestran un pesimismo macabro que deriva de su difícil experiencia en la revolución que se inició en 1910, de la que participó. Los de Siqueiros, que se entregó de manera mucho más febril a aquella guerra civil y fue luego un controvertido activista político, son expansivos y dinámicos, como si reflejaran la tensión entre experimentación y pulsión revolucionaria. El más modestamente representado es Diego Rivera, el más famoso de los tres. Figuran un puñado de sus obras cubistas. Una guía del museo me explica el enigma: el artífice de la colección, Álvar Carrillo Gil, no tenía demasiado feeling con Rivera y sólo hacia el final entendió que al conjunto le faltaban algunas piezas de ese tercero en discordia.
Compartir el gusto, la objeción de un coleccionista no deja de ser inusual, pero más sorprendente resultó descubrir que, a pesar de eso, me había acercado a la exposición con la esperanza de descubrir entre los Rivera alguno de sus primeros años. La razón es personal: no lo asocio tanto con sus imágenes más conocidas, sino con su casa natal y, por propiedad transitiva, con su infancia. La casa se encuentra en Guanajuato, la histórica ciudad colonial y minera en que el pintor nació en 1886 y que tiene, entre muchas curiosidades, la de contar con túneles para el tránsito vehicular mientras que las calles de la superficie son todas peatonales. El lugar en que se crió, hoy museo, es una construcción estrecha y profunda, y conserva el cuarto en que pasó sus primeros y precoces años. Fue en ese reducto, y en otros de la casa, donde el padre dispuso pizarrones a todo lo largo de las paredes para que el hijo diera libre curso a su vocación y las llenara, en un muralismo avant la lettre.
Rivera pintó gran cantidad de frescos de corte revolucionario en la capital mexicana (La historia de México, en el Palacio Nacional, o El hombre controlador del universo, segunda versión de aquel que había concebido para el Rockefeller Centre, en Nueva York), pero incluso en el DF me resulta difícil no pensarlo en función de los lugares que habitó. Con su tercera mujer, Frida Kahlo, vivió en el sur de la ciudad en dos casas conectadas, cada una con su propio estudio. Y también en la Casa Azul de Coyoacán, la vivienda de la familia de Frida, a la que ella siempre volvía para instalarse y en la que murió en 1954. Es un reducto impregnado de la personalidad de ambos artistas, pero también marcado por la tristeza: por los sufrimientos físicos de ella (consecuencia de un accidente de tránsito en la adolescencia) y por la tensa relación con Rivera, agriada por sus continuas infidelidades.
Hay otra casa en la que los complejos vínculos entre arte y política de aquellos tiempos se anudan de manera trágica. Rivera fue el artífice de que León Trotski, en su huida de Stalin, se instalara en México, en 1937. El matrimonio le cedió temporariamente la Casa Azul al revolucionario ruso -Frida fue su amante durante parte de ese período- hasta que finalmente se trasladó a una residencia cercana, en la calle Viena de Coyoacán. Convertida hoy en museo, se conserva idéntica a como era entonces. Las habitaciones se despliegan alrededor de un patio solariego, entre ellas el estudio de Trotski, donde cierto día de agosto de 1940 un agente de Stalin (Ramón Mercader) lo heriría de muerte. Antes de ese hecho, las ventanas a la calle, como reacción a un atentado previo, habían sido tapiadas. Un alba de mayo del mismo 1940, un comando de veinte hombres fuertemente armados atacó el domicilio. Trotski logró arrojarse de la cama y, cubierto por su mujer, Natalia Sedova, pudo salvarse. Siempre se sospechó que Rivera y Frida Kahlo, que poco antes habían roto políticamente con él, habían dado vía libre al asalto. Ninguno de los dos participó, al menos de manera directa, pero dirigía el grupo agresor otro muralista: David Alfaro Siqueiros, un stalinista que, de modo escalofriante, no hacía mayores distingos entre arte y acción.