Los muertos vivos
Hace unos años, hablábamos con un colega docente, y él me decía, resignado: "El problema no es que no sepamos si una obra de arte es buena o no, sino que no sabemos ni siquiera si es o no una obra de arte". Me acordé estos días de la frase a propósito de Eternity, el "cementerio de vivos" que Maurizio Cattelan mostró en la Plaza Sicilia de Palermo, estrella del programa Art Basel Cities. Habría dado lo mismo una versión pop del tren fantasma o un festejo de Halloween: Cattelan logra banalizar incluso la muerte.
El único vivo es aquí el "avivado", que tiene carta de ciudadanía en el territorio del arte y, merced a esa credencial, ya nadie se anima a trazar el linde entre arte y estafa.
Pero hagamos un poco de historia. El arte se vuelve de veras interesante cuando encontramos en él aquello que no estábamos buscando. Con Cattelan pasa lo contrario: cambian los objetos, cambian las estrategias, pero lo que encontramos es siempre lo mismo: la provocación, que a estas alturas es artísticamente igual a cero. Esto se explica por dos razones. La primera es que, como los chistes, las provocaciones tienen efecto (y nada le importa a Cattelan más que el efecto) solo la primera vez; desde Duchamp y su mingitorio, el coeficiente de provocación sufrió una erosión irremediable. Queda siempre la provocación moral, que es baja, cínica y que niega el arte. ¿Por qué lo niega? Porque lo precede y busca el efecto. Digámoslo de nuevo: el efectismo es un efecto sin causa y el arte es una causa sin efecto. La historia de Cattelan abunda en ejemplos. En Sin título (1993), Cattelan rasga la tela tres veces, hace una "Z", la del Zorro, pero a la manera de Lucio Fontana (el italiano se sacó una selfie, con una mueca incomprensible, frente a una obra de Fontana en el Malba). En La Nona Ora (1999), derribó a San Juan Pablo II, víctima de un aerolito. En la Piazza XXIV Maggio de Milán, hizo una instalación que consistía en tres maniquíes de chicos colgados de un árbol. Del mismo modo que, en Polonia, algunos intentaron retirar el aerolito que castigó a Wojtyla, un hombre de 44 años cortó en Milán los hilos de los fantoches ahorcados porque los sobrinos se habían asustado (¡gran éxito de Cattelan!), aunque con poca suerte, porque cuando iba a cortar el tercero, cayó y tuvo traumatismo de cráneo. Ninguna buena acción queda impune. Como sea, conmueve esa voluntad de corregir en la realidad los caprichos veleidosos del artista. Después vendría el incorregible inodoro de oro del Guggenheim de Nueva York.
La inflación de Cattelan (valdría lo mismo para los bibelots de Jeff Koons, otro flautista de Hamelin) es directamente proporcional a la depreciación de la crítica de arte, que ya ni existe. Si todo es bueno, nada lo es del todo. Lo "contemporáneo" se debate entre el residuo y la feria de variedades. Cecilia Alemani, la directora de Art Basel Cities, dijo que a los artistas que participaron de la propuesta, Eternity les pareció "divertida". ¿Cuándo fue que se naturalizó la superstición de que el arte tiene que "provocar" o ser "divertido"?
Hegel pensaba que el arte era la apariencia sensible de la Idea; es decir, lo que veíamos era la primicia de algo que no pertenecía a este mundo. El "arte conceptual" nos convenció también de que lo que vemos importa poco. Pero hay una diferencia. Para Hegel, en la obra de arte no solo se remite a algo, sino que en ella está aquello a lo que se remite. En Cattelan, nada remite a ninguna parte. Puede ser que la filosofía del arte de Hegel esté caduca, pero no más que las provocaciones calculadas del artista de turno.
Me preguntaron una vez cuál era la primera condición para ejercer la crítica. Respondí: tener una teoría del arte. Alguien alegó que mi respuesta era pretenciosa. Tal vez entendió que yo pedía que cada crítico tuviera su propia teoría del arte. No era así. Sencillamente, sin la adhesión a una filosofía del arte -un punto de vista- nos aplasta la plancha de metal del relativismo. El mismo relativismo en el que se ampara, como si fuera una coartada, el pícaro Cattelan.