Los misterios autodidactas de Agota Kristof
Agota Kristof no es Agatha Christie. Agatha Christie se llamaba en realidad Agatha Mary Clarissa Miller (el apellido Christie le vino con el primer marido). Agota Kristof, en cambio, se llamaba apenas Agota Kristof. Viene al caso aclararlo porque el parecido de los nombres presta a confusión, aunque ese sea el único punto de contacto de las dos escritoras. La ultrapopular inglesa no se cansó de producir en serie, como se sabe, policiales que son hoy clásicos inexpugnables. Agota Kristof (1935-2011) -húngara que huyó y se estableció en Suiza tras la invasión soviética de su país por la URSS, en los años cincuenta- es conocida por muchos menos lectores, pero tiene al menos una obra con mayúsculas: El gran cuaderno.
El gran cuaderno (1986) forma parte de esa rara lista de libros que uno siempre quiso leer, pero sufren la maldición de no comprarlo a tiempo: se hojea el ejemplar, se lo devuelve al anaquel y, al volver ya decidido al día siguiente, desapareció. En estos días lo encontré por fin escondido juntos a otros dos (La prueba y La tercera mentira) bajo el título común de Claus y Lucas. La edición es flamante. Al parecer no era el único lector tras las huellas de Agota Kristof. Un librero amigo me comenta que los pocos libros que llegaron de la tirada española se agotaron de manera tan rápida que la distribuidora local decidió reimprimirlo aquí mismo. Es un golpe de suerte: de no haber sido así hubiera llegado otra vez tarde.
Hay varios misterios en relación con Agota Kristof, y no son policiales. Uno, a título personal, era por qué los conocidos que habían leído El gran cuaderno tenían por el libro una suerte de devoción secreta, de la clase que, más que recomendarlo, busca preservarlo de nuevos intrusos.
Espero no estar traicionando ningún espíritu sectario si digo que ahora creo entender la causa y cuento que la breve novela está protagonizada por dos chicos gemelos que son dejados por su madre con una abuela poco recomendable. ¿El contexto?: un pueblo fronterizo durante una guerra; la Segunda, se presume. Les quedo debiendo a propósito el argumento, pero quizá sí convenga decir algo sobre el modo en que se relata. La novela está narrada en primera persona por los dos hermanos, pero con una única voz, como si fueran uno. Más que gemelos parecen siameses porque hacen absolutamente todo juntos. La prosa es tan mínima, las descripciones tan escuetas, que produce un efecto a contramano: la mirada es ingenua, casi angelical, pero lo que sucede alrededor y, sobre todo, lo que hacen los chicos, no.
Es un enigma cómo se puede lograr tanto con tan poco y para eso seguramente conviene detenerse en la propia Agota Kristof, que tenía como lengua materna el húngaro, pero se expresaba literariamente en francés. A diferencia de Joseph Conrad o Vladimir Nabokov -dos insignes tránsfugas lingüísticos-, Kristof se sintió siempre incómoda y torpe en su idioma de adopción. Empezó a aprenderlo cuando llegó a Suiza, de manera más o menos autodidacta, con la misma paciencia artesanal, es de imaginar, con que durante un lustro cumplió su turno laboral en una fábrica de relojes. Se sentía tan extraña al poner una palabra detrás de otra en francés que terminó por considerarlo "una lengua enemiga", en la que no podía decir lo que quería, como si fuera analfabeta. Uno de sus últimos libros, poco antes de abandonar para siempre la escritura, se llama justamente así, La analfabeta, aunque el término hace referencia también a un terror complementario: el de empezar a olvidar el húngaro natal.
Fue César Fernández Moreno el que anotó que no hay nada más maravilloso y, al mismo tiempo, nada más lamentable que un autodidacta. Hablaba del gran Macedonio Fernández, hombre de intuiciones filosóficas sorprendentes que hilaba a veces sus ideas de cualquier manera, en una prosa de lo más alambicada. Ser maestro de uno mismo no es fácil. Trae aparejadas altas dosis de inseguridad y a veces el extravío en largos rodeos inútiles, pero todo artista original, el que planta bandera por primera vez en un territorio nuevo, tiende a perderse de manera inevitable en esos riesgos. Alfred Brendel, el gran pianista austríaco, se dice, aprendió a tocar su instrumento escuchando discos. Francis Bacon se lanzó a pintar casi exclusivamente por las suyas. "El progreso hace caminos bien derechos, pero los tortuosos caminos sin progresos son los caminos del genio", pronunció otro autodidacta irrepetible, William Blake. El francés, más que un hallazgo, fue para Agota Kristof una pérdida, incluso una tortura, pero logró dejar en él una huella sobria, hecha de pasitos cortos e inolvidables. La que tenía talento para escribir recto era su predecesora, la otra, Agatha Christie, su casi homónima, pero esa es otra historia.