Los migrantes, entre la demonización y el necesario control
Las políticas sobre inmigración son aceptables; la creación de chivos expiatorios es peligrosa
"Papá, ¿por qué nos odian?" La inocente pregunta del niño mexicano al regresar de la escuela desconcertó al alto funcionario internacional residente en Washington. Difícil responder en momentos en que los debates en torno de las ventajas y desventajas de la inmigración resuenan de un lado y del otro del Atlántico.
Mientras el presidente Trump arremete contra mexicanos y musulmanes, aumenta la popularidad de la presidenciable francesa Marine Le Pen: "Inmigrante equivale a desempleo. Vote Frente Nacional. Los franceses primero", propone. Ambos líderes advierten sobre la carga que implica el extranjero para la seguridad social y la amenaza latente que representa para la seguridad nacional. Sus argumentos tienen peso en las batallas electorales, pero sus consecuencias negativas en el tejido social son incalculables.
En la Argentina nada indica que nos amenacen oleadas de musulmanes ni ejércitos silenciosos de centroamericanos. Hay sí un cambio sustancial en los ingresos al país: desde hace décadas cesó el arribo de europeos y se volvió más visible la corriente venida de los países vecinos. Sin embargo, el debate amagó hace pocos meses con las provocativas declaraciones de un senador en las que involucró a inmigrantes paraguayos, bolivianos y peruanos en el narcotráfico y en la ocupación abusiva de los servicios hospitalarios y de las escuelas argentinos. Una moderada respuesta del Gobierno que apuntó al mejor control de las migraciones mereció la protesta formal del gobierno boliviano. Entretanto se avivaron viejas polémicas. Descendientes de inmigrantes europeos del siglo XX diferenciaron la calidad de "sus" ancestros de las corrientes migratorias actuales; por su parte, quienes sólo tienen acceso a los servicios de salud y de educación del Estado coincidieron con los dichos del senador.
Esta crispación que se refleja en países centrales, ¿puede llegar a la Argentina? La desconfianza hacia el extranjero existe, aunque sea vecino, hable la misma lengua y tenga una cultura similar, enraizada en la colonización española. Afortunadamente, este sentimiento no parece alcanzar, por ahora, la consistencia necesaria para producir rechazos profundos hacia los dos millones de extranjeros residentes en el país.
La inmigración es parte de nosotros, de nuestra construcción como sociedad. Una mirada a la historia indica que los gringos fueron parte de las poblaciones de la actual Argentina desde la época de la colonización hispana y que fue inútil la intención de la corona de controlar a los pasajeros de Indias para impedir la llegada de indeseables. Vinieron igual, desafiando prejuicios, prohibiciones y castigos, fueran "cristianos nuevos" (judíos), portugueses o hasta ingleses herejes, y desde luego italianos, en anticipo de la corriente que más aportó -junto a la española, la indígena y la africana- en la formación de la sociedad criolla.
La apertura al extranjero después de 1810 dio pie al establecimiento de colectividades pequeñas y respetadas de comerciantes, hacendados, colonos, artesanos o marinos, ingleses, irlandeses, franceses, genoveses, cuya radicación respondió a la necesidad de poblar un territorio casi desierto. En lo ideológico, la tendencia expresaba las nuevas ideas del Iluminismo, el derecho de cada uno de construir su vida, el compromiso voluntario con la patria.
La dirigencia criolla tenía fe en el aporte positivo de las supuestas razas superiores (anglosajones, alemanes). La capacidad de este tipo de europeo de enseñar al criollo, "como el medio más eficaz y acaso único de destruir los degradantes hábitos españoles [...] y de crear una población homogénea, industriosa y moral", fue señalada por Rivadavia, quien intentó sin éxito el primer programa de gobierno para instalar colonias. Más tarde, Sarmiento y Alberdi se constituyeron en los principales teóricos del tema.
Ciertos privilegios del extranjero, en cuanto a evitar el servicio de la frontera, por ejemplo, desataron cada tanto furiosas protestas. Algunas pintorescas, como la matanza de carneros de raza fina en los campos de la laguna de Kaquel (Maipú) el grito de "mueran los extranjeros sarnosos", que tuvo lugar hacia 1845, en pleno conflicto con Francia e Inglaterra. Más graves fueron "los crímenes de Tata Dios", en Tandil, donde un curandero carismático, empeñado en vengarse de los extranjeros, convocó al gauchaje y asesinó a una veintena de colonos vascos, italianos e ingleses. Este hecho brutal ocurrido en 1872, que causó pánico entre los criadores de ovejas de la pampa bonaerense, no pasó de ser un brote aislado, como lo fueron las montoneras contra "gringos y masones", en Tucumán, durante una epidemia de cólera, años más tarde, o la represión del levantamiento de los colonos santafecinos, en 1893. Se inscriben en el listado la xenofobia de los "niños bien" de Buenos Aires en la represión de las huelgas y protestas sociales en pleno festejo del Centenario, agravada en la Semana Trágica de 1919, contra judíos y catalanes.
En las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, el problema en cuestión, la forma de incorporar al extranjero, se encuentra presente en las sesiones de las cámaras en las que se debatió el derecho de los colonos a tener sus propias instituciones educativas y se alertó contra la pretensión del gobierno de Italia de ejercer una acción directa sobre "las colonias espontáneas del Río de la Plata". De esos debates, en los que intervinieron, entre otros, Sarmiento, Lucio V. López, Miguel Cané, Estanislao Zeballos, Indalecio Gómez, Joaquín V. González y Roque Sáenz Peña, provienen las leyes de educación común, de matrimonio civil, de educación patriótica y finalmente del voto popular. También, y con carácter de excepción, la de residencia, que autorizó la deportación de los extranjeros catalogados como peligrosos para la estabilidad social, es decir, los dirigentes sindicales venidos de Europa.
En la literatura de la época, en la nostalgia del criollismo, en la revalorización de la herencia hispánica, así como en los sainetes costumbristas, se advierte por una parte el miedo a que la inmigración llegue a modificar las raíces de la sociedad argentina y por otra el avance inexorable del mestizaje.
Como señaló Tulio Halperin, en "Para qué la inmigración", los motivos xenófobos invocados libremente para reprimir la protesta social no se tradujeron en ninguna modificación de la política inmigratoria. Se necesitaban brazos para trabajar la tierra y emprendedores para poner en valor la riqueza del país. Por eso siguieron llegando, hasta ahora.
Nadie emigra para vivir peor. La obstinación de tantos cubanos por abandonar la isla revela en forma elocuente el fracaso del castrismo. En la Argentina, si los vecinos vienen es porque nuestra economía les ofrece mejores oportunidades y porque nuestro sistema de educación es más generoso, a pesar de sus falencias. Pensar formas de organizar el acceso a la universidad gratuita y de controlar que no ingresen delincuentes es una opción posible. Generar odios con un discurso que busque el chivo emisario en el recién venido puede provocar daños irreparables y hacernos marchar a contramano de nuestra historia.
Historiadora