Los miedos de los chicos
Nuestros hijos tienen miedo, no en todo momento, ni en todos los temas. El miedo nos informa que ese niño no cree tener los recursos necesarios para enfrentar la situación que se le presenta. A veces es realista: el perro que está en la calle es muy grande, ladra fuerte y tiene cara de malo, otras nos parece absurdo: ¿cómo va a tener miedo de ir al baño solo si yo estoy a dos pasos? Y además no hay nadie más que nosotros en el departamento…
Los miedos no entienden razones razonables, los chicos (y muchos adultos) pueden temer a una hormiga, a la oscuridad, a un animal manso, a quedarse en su cama sin compañía, a probar algo nuevo, tanto un deporte como una relación o una comida, a ir a la casa de una amiga a la que nunca fueron, etc.
Ante esos miedos no funciona enojarse, tampoco explicarles lo irracional de su postura, una parte de su cerebro primitivo declara ¡emergencia!, ¡peligro! y prepara al organismo para tomar rápidamente una de sólo tres decisiones: atacar, si se siente más fuertes que el "enemigo"; escaparse si le parece que es más rápido; y congelarse, es decir quedarse quieto para pasar desapercibido, si no se siente ni más rápido ni más fuerte que ese supuesto enemigo. Si -en lugar de un niño- fuera un mono arriba de un árbol que ve un león, tendría que resolver muy pronto cuál de las tres respuestas le ofrece mejores oportunidades de supervivencia… El cerebro primitivo es muy rápido y eficaz en las emergencias, y eso es lo que se necesita en esos casos.
Nos explica Daniel Siegel en sus libros que el sistema límbico (así se llama esa parte de nuestro cerebro) cuando se siente en peligro "secuestra" la corteza cerebral, la parte más humana y pensante de nuestro cerebro, le impide actuar. Lo hace a través de un mecanismo muy sencillo: cuando tenemos miedo automáticamente acortamos la respiración, el oxígeno no llega a nuestra corteza y ésta entonces se apaga, por eso es inútil intentar razonar con un niño asustado: su corteza cerebral carece del oxígeno suficiente para hacerlo.
Es bastante habitual que nos enojemos con nuestros chicos cuando se asustan, lo hacemos por múltiples razones (no muy razonables de nuestra parte):
- # porque nuestros propios miedos no fueron atendidos en nuestra infancia y no sabemos qué hacer con los de nuestros hijos, quizás nos irrita que ellos se animen a mostrar su miedo cuando nosotros no lo hacíamos,
- # porque su miedo nos fuerza a hacer algo (acompañarlos al baño, o alzarlos cuando se acerca el perro, por ejemplo) y nos da fiaca,
- # porque el miedo de por sí puede despertar enojo, es una cuestión hormonal ajena al pensamiento: mi perro era buenísimo hasta que se cruzaba con alguien que le tenía miedo e instantáneamente se ponía "feroz": mostraba los dientes y se le paraban los pelos de la espalda, y esa persona se asustaba más todavía.
Pero… cuando nos enojamos con nuestro hijo el problema se agrava porque a su miedo de encontrar un ladrón en la ducha se agrega el miedo que nos tiene a nosotros, y también el miedo de desilusionarnos. Hace muchos años tuve un paciente que se despertaba asustado a la noche, sabía que no podía ir a la cama de sus padres y entonces llevaba su manta y silenciosamente se acostaba a los pies de la cama de ellos, como un perrito; no sólo no pedía ayuda ni se la daban sino que no se sentía con derecho de hacerlo. El tema no se resolvía y su autoestima disminuía porque no podía salir de esa situación.
¿Cuál sería el mejor abordaje entonces? En primer lugar conservemos la calma, y para ello quizás necesitemos nosotros respirar hondo para que nuestra corteza siga conectada e integrada y podamos responder desde ese lugar y no desde el sistema límbico. Luego comprender y acompañar lo que sienten, ponerlo en palabras, mientras intentamos juntos la respiración profunda para que los chicos recuperen la integración de su cerebro y el uso de la corteza. Si son grandes se los explicamos para que lo hagan y si son chiquitos lo hacemos nosotros y su respiración se va a acompasar con la nuestra. Recién cuando están más tranquilos les damos alguna información corta de las razones por las que no necesita tener miedo (la puerta está con llave y nadie puede entrar a casa, yo estoy cerca y te estoy cuidando aunque no esté al lado tuyo). No lo hacemos para convencerlos en la primera explicación sino para que se vayan llenando con esa información que de a poco van a poder aprovechar. Finalmente los acompañamos a vencer su miedo invitándolos a dar muchos pequeños pasos consecutivos, los que se vayan animando a dar, con tiempo y paciencia, sin apurarlos.
Algunos padres, en su mayoría varones, creen más en la política dura, la de tirarlos al agua para que le pierdan el miedo, por ejemplo, y a veces es verdad que funciona, sobre todo cuando tienen la habilidad de hacerlo en el momento justo, cuando el chico ya estaba casi listo y no se animaba a dar el paso final. Pero si no lo estaban el costo puede ser muy alto, y los chicos retroceden un montón de casilleros con esos "empujones" cuando se hacen fuera de tiempo. Como en muchos temas de crianza ante los miedos de nuestros hijos vamos despacio que estamos apurados, porque así fortalecemos sus recursos no sólo para enfrentar ese miedo puntual sino también para su vida.