Los malos y el fatalismo de Lombroso
Por Orlando Barone
Si la teoría del criminólogo Cesare Lombroso se hubiera probado empíricamente y persistiera con éxito, el miedo a la inseguridad casi habría desaparecido. Las calles estarían libres de malvados listos para degollarnos como gallinas o dejarnos como un colador en una zanja, ya que estarían en el osario o en la jaula. Y los noticieros de cable tendrían que conformarse con los crímenes finos de los countries, que no son muchos pero nunca faltan.
Pero Lombroso, hace más de un siglo, había determinado lo fácil que era cazar asesinos y delincuentes a través del perfil psicofísico. Transmitidas estas consignas, a los policías, por más brutos que fueran, les bastaría al tanteo y prácticamente al paso enjaular criminales. Y no habría necesidad de aplicar torturas ni suplicio para que el culpable confesara, porque su confesión sería su rostro. Era suficiente portar el tipo de cara cejijunta, que Lombroso había diseñado: con grandes orejas separadas, frente en una lonja, cabeza de simio, etcétera. Y marche preso. "Para los criminales natos adultos, cuando son incorregibles -escribía el estudioso en su Terapia del delito -, no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos o suprimirlos". Habría aquí públicos entusiastas, incluso mansos y portadores de velas, que lo alzarían victorioso al grito de ¡Bravo! y lo consagrarían en el más alto cargo de seguridad. Y les sobrarían argumentos.
Porque la conclusión antropológica penal a la que había llegado el sabio italiano era que el gen del Mal o del delito eran innatos y tenían características visibles. A portadores de caras como las del "increíble Hulk", de Long Chaney, de Nathan Pinzón, de Sammy Davis Jr, de Celia Cruz y de Rossy de Palma (la fea de Almodóvar) sólo les quedaría el destino de una prisión de alta seguridad o el cadalso. Y muchos de los genocidas, de los asesinos seriales, de los tirabombas encapuchados o al descubierto pasarían inadvertidos por el opuesto criterio fisonómico. El jorobado de Notre Dame, ese monstruoso y tierno personaje de Victor Hugo, no hubiera ni siquiera llegado a ejercer de campanero. Zampanó, el personaje de La Strada, en vez de trashumar libremente con su circo hubiera estado preso. No sé qué pasaría con Carlitos Tévez, aunque ahora que juega en Inglaterra sería absuelto. Pero sé que un gran porcentaje de sindicalistas y militantes morochos y robustos y de nariz ancha y frente angosta no pasarían por el ojo de la aguja. Y salvo Tiger Woods y Condoleezza Rice, todos los negros serían altamente sospechosos. Aquí ni Rubén Rada sería eximido de ese cargo.
También la orografía y la temperatura climática ardió en la mente de Lombroso quien, fundado en los calores de distintas regiones de Italia, diagnosticó que a más calor, más delito. Y a más temperatura tropical, más asesinos infernales. Y el sur, claro, era criminalmente prolífico. ¿Y qué? Don Corleone es la prueba. Ese sería el fatalismo geográfico de nuestras villas: mucha tierra y el sol del verano recalentando peligrosamente el monoambiente de lata. Por suerte la criminología abandonó la teoría, aunque todavía aquí alguna gente parece seguir adoctrinada gravemente por ósmosis de sucesivas capas de prejuicios. El prejuicio es la comodidad de no pensar: de quedarse clavado en un sitio con una moledora de la "otredad" blandida a diestra y siniestra. Si será tal la influencia cultural que todavía perdura de aquella época que, en la película 3.10 Yuma, el malo secundario -Ben Foster-, que es más malo -y por eso más auténtico- que el protagonista principal, luce una siniestra fisonomía criminal lombrosiana. En cambio el malo principal, Russell Crowe -que para mi gusto se reivindica empalagosamente- tiene la cara de galán que la gente pacífica se merece. Para compensar, la vida provee de galanes tan asesinos como los feos. Y de asesinos ricos no diferentes a los que son pobres. El dilema es que los criminales no son como los tigres albinos, fáciles de distinguir para los cazadores. En el delito hay que tener cuidado con la caza discriminada.