Los magos y el arte de las semillas
La foto, tomada en junio de 2019, muestra a una persona en un jardín. Detrás, se ven unas lavandas juveniles, puestas en tierra en algún momento de la primavera anterior. Dos años después, tuve que podar esas lavandas, de tanto que habían crecido. Una amiga me advirtió sobre el asunto. Son muy rústicas y no las desvela ni el suelo fértil ni el riego, pero, eso sí, hay que podarlas. No lo sabía, y es verdad. De otro modo, este arbusto magnífico, noble y generoso –con el que no solo pueden confeccionarse sobrecitos perfumados, sino también preparar té y galletitas (en serio)– se vuelve muy leñoso y produce cada vez menos flores. Otra cosa: es cierto que las lavandas no son fanáticas del agua, pero descubrí que tampoco son inmunes a esta sequía letal que venimos padeciendo; así que, cosa extravagante, tuve que regarlas. Ah, y algo más: hay un montón de especies de lavandas (más de 40), así que, antes de usarlas para las antedichas galletitas y el té, hay que asegurarse de que sean las adecuadas, y eso en general se refiere a la Lavandula angustifolia (antes llamada officinalis; es decir, "medicinal", en latín).
En todo caso, mientras procedía con esa primera y no del todo diestra poda de mis lavandas, me vino a la cabeza una conversación que habíamos tenido unas semanas antes. Resulta que, debido a la mala calidad del suelo, hay que poner aquí muchos reparos antes de entusiasmarse con un cultivo. Las hermosas gardenias, por ejemplo, son por completo inviables en este sustrato pobre, arcilloso y alcalino.
Cada tanto, me entero de alguna especie que podría prosperar y la investigo; fue el caso de las granadas. Recordé que había un granado en la casa donde me crié, y que luego esa fruta extraña y deliciosamente entretenida desapareció del escenario cuando nos vinimos a vivir a la ciudad; como muchas otras cosas maravillosas, debo decir. Así que, un poco pensando en voz alta, declaré que iba a comprar granadas para sembrar sus semillas. Me preguntaron si no tenía más sentido comprar directamente un arbolito, como hicimos con el limonero o el laurel, que ahora, y tras dos años de pelearla, se ha convertido en un ejemplar respetable con vocación de árbol (ese es mi plan secreto, no se lo digan a nadie). El planteo era razonable, e incluso, desde el punto de vista de la cosecha, lo más conveniente. Un varietal daría más granadas, y de mejor calidad. ¿Pero qué nos pasa, a los que tenemos esta estrecha sociedad con la naturaleza, con las semillas? ¿Por qué mi primer impulso había sido comprar una granada en la verdulería en lugar de tomarme el asunto con un espíritu, digamos, más industrial?
Sería imposible enumerar todas los motivos, pero, si tengo que empezar por uno, diría que hay algo mágico en las semillas. Y no nos vienen sobrando objetos mágicos en la adultez.
Sí, está bien, concedido: las semillas no son mágicas de verdad, en el sentido de que todo puede explicarse biológicamente con un racionalismo de lo más ansiolítico. Pero cuando tenía nueve años planté la semilla de una manzana en una lata de conserva y luego de unos meses tenía un manzano en miniatura; si eso, para un chico, no es magia, no sé qué podría serlo.
Muchos años después, de algún modo, la emoción del germinar perdura. Ese ir cada mañana a mirar la tierra, que todavía no muestra cambios, pero en cuya oscuridad sabemos que se ha puesto en marcha un milagro. Después está el desperezarse tierno y a la vez implacable del brote, que tiene la desfachatez y la osadía de alzarse en este mundo de furia y dolor con su esperanza frágil y vulnerable, y ese instante único, en el que el verde vence por fin la negrura y la opresión, el mundo se reinicia. Porque la planta crecerá, florecerá, dará albergue, néctar, polen y frutos, y quizá viva siglos o milenios. Solo los magos sacan algo ínfimo de una faltriquera modesta y originan bosques. Los magos y los que coleccionamos semillas.