Los maestros de antes no siempre eran mejores
Mitificar el pasado y estereotipar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más difícil
Decían que Clementina no era mala sino “severa”. En sus clases reinaba el silencio, sus alumnos temían y aprendían y para los indisciplinados había cachetazo de ida para las faltas leves, sumando el revés para las graves.
Corría mayo del 78 y mientras ardían las barricadas en París y los jóvenes proclamaban amor libre e imaginación al poder; aquí, en Buenos Aires, yo cursaba el segundo grado de la escuela primaria con la señorita Clementina.
Aprendí de Clementina que “a la escuela se viene a leer libros” el día que confiscó mi revista Batman y la arrojó, hecha girones, a un cesto de basura que tenía grabado el escudo del Consejo Nacional de Educación.
Facebook no existía como para que Clementina posteara fotos ridiculizándonos. Pero nos mandaba “de florero debajo de la campana en todos los recreos” para que el resto de los alumnos se burlara: sin likes, Clementina era eficaz y reputada en el sofisticado arte de humillar niños en público. Todavía guardo su foto: una anciana altiva, justa, con su guardapolvo blanco impecable. Yo a su lado asustado, al borde del llanto, o de un ataque de asma, o ambos.
Con el tiempo registré que Clementina formó parte de la generación dorada: las reconocemos como “aquellas maestras” de la época de oro de la educación. Proclamaba orgullosa su formación normalista y, cuando llegué a séptimo grado, asistí a su jubilación después de casi cuatro décadas en una escuela primaria presidida, en su entrada, por un enorme busto de Sarmiento.
Como miembro de la generación dorada, se había iniciado –probablemente– siendo muchacha, con 17 y un título secundario de cinco años de duración con sólo seis materias pedagógicas, aunque con cocina y corte y confección cada año. Su fortaleza era la constancia, las escazas inasistencias, ninguna falta de puntualidad y, sobre todo, la reiteración de sus clases. De hecho, las investigaciones sobre esas maestras muestran que, en muchos casos, su enseñanza casi no tenía variaciones año a año y que su actualización dependía del suplemento “para maestras” de una popular revista femenina y de una editorial que publicaba clases para docentes.
Las maestras como Clementina no hacían cursos de capacitación: existían “conferencias didácticas” a las que las obligaban a asistir una o dos veces por año (fuera del horario escolar, obviamente). Podemos suponer, en base a la evidencia histórica, que su acceso a la cultura consistía en su biblioteca familiar, cine una o dos veces por mes, radioteatro –después teleteatro– y revistas. Se leía el diario sólo los domingos y si había pasado algo grave se compraba la sexta (el vespertino). A pesar de vivir cerca del Obelisco, es posible que Clementina haya descubierto teatros y museos cuando –ya jubilada–sacara a pasear a sus nietos. Clementina formaba parte de una generación para la que las tareas domésticas eran una prioridad para las mujeres y el paupérrimo sueldo se consideraba una ayudita para una economía familiar que, al menos en las apariencias, dependía de los varones.
La formación de la mayoría de las maestras de la generación dorada no era muy amplia y sus opciones estaban limitadas a lo que se reservaba para las chicas de las clases medias urbanas, a quienes se alentaba a ser enfermera, maestra y mamá. En general, el interés por la política era escaso y muchas (aunque ya en creciente minoría) se manifestaban abiertamente en contra de las huelgas y de la politización de los docentes. Lógicamente, Clementina fue de las maestras que no adhirió a las huelgas de 1971. Mis cuadernos de clase revelan que su enfoque sobre la historia argentina era copiado, literalmente, de los manuales escolares.
La escuela de la generación dorada fue parte de un orden social jerárquico y muchas veces autoritario que hoy sólo se concibe en dictaduras o teocracias. La autoridad docente estaba para que la ejerciese cualquier muchacho de 17 años en un escenario de alta legitimidad social para figuras como la maestra, el médico, el militar o el policía. Las familias tenían poca experiencia escolar y por lo tanto nula capacidad para evaluar y cuestionar a los educadores en un mundo donde la escuela era la única opción para aprender conocimiento legitimado.
Eso explica por qué ese plantel docente de formación básica y conocimientos ajustados fue tan eficaz para formarnos. Con su pedagogía artesanal, su control estricto y sus lecciones de memoria, a las Clementinas les perdonamos sus aristas menos amables y las recordamos por su ejercicio sobresaliente del magisterio. Y, cuando podemos, las usamos para criticar a los maestros de ahora.
Los nuevos maestros son diferentes. No cursan sólo un secundario: agregan cinco años de formación docente terciaria o universitaria. Comienzan a ejercer desde los 23 años con más conocimientos generales y didácticos y opciones culturales abiertas. Tienen acceso a recursos múltiples gracias a Internet y son más conscientes acerca de sus derechos y obligaciones y los de sus alumnos. Saben que enseñar de memoria y tomar lección es tan sencillo como insubstancial y, al contrario de la justificada jactancia de sus antecesores, relativizan la omnipotencia docente, especialmente cuando sopesan cuánto importa la educación a la sociedad y a sus clases dirigentes.
Hoy es mucho más difícil ser docente: profesionales aún muy preparados tienen más dificultades para educar y para legitimar su función. Nuestra sociedad ya no es jerárquica, la escuela no es el único lugar para saber, el mundo adulto es cuestionado y la autoridad no se le regala a nadie: el rol docente debe ser construido cada día bajo enormes presiones. El conocimiento se multiplica a un clic de distancia y quien hoy pretendiera romper las revistas de sus alumnos, ya no causaría miedo sino pena y una denuncia. Las educadoras no ganan para la ayudita: sus salarios son, muchas veces, único sostén de familia.
A pesar de estos brutales cambios sociales y culturales, la Argentina decidió –desde hace medio siglo– que la organización de las escuelas públicas no se toca. Este congelamiento proyecta su imagen ilusoria y distorsionada y extiende la idea –incluso en ámbitos supuestamente informados– de que la generación dorada se transformó en uno de los dos falsos arquetipos docentes: o el maestro varón, militante, vago y malentretenido, versión pedagógica de la película “Feos, sucios y malos” o el héroe varón, sacrificado, que recorre diariamente veinte leguas a lomo de mula en busca de alumnos. Pueril bipolaridad, totalmente inútil para entender a los docentes reales.
Mientras tanto, la deslegitimación de los docentes existentes (en su gran mayoría mujeres) pulula en los medios y en la política, dentro de un sistema escolar que no exhibe mejoras desde tiempos clementinos. Y la deslegitimación no es gratis: la violencia se ha invertido y se ejerce ahora contra las maestras por parte de una sociedad que se suicida con la burda impugnación de sus educadores.
Mitificar el pasado y estereotipar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más complicada, frenando todo atisbo de cambio real para así convalidar violencias, reverenciar fantasmas, alabar héroes y exorcizar demonios en un combate en el que la degradación educativa ya no presenta rivales.
Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella