Los límites del consenso político
¿Existe en nuestro país una real predisposición al diálogo? ¿Pueden verse como una señal alentadora las distintas negociaciones mantenidas por el Gobierno con sectores de la oposición, o el pacto fiscal suscrito con los gobernadores? ¿Debería este diálogo incipiente aportar algo a la tan mentada unión de los argentinos?
Convengamos en que, con excepción de un acuerdo básico en torno a las reglas que garanticen nuestros derechos y la resolución pacífica de los conflictos, no hay manera de que podamos coincidir sobre todas nuestras aspiraciones colectivas o sobre el modo de materializarlas; menos sobre las lecturas presentes o retrospectivas de la realidad nacional. Tampoco resultaría deseable, por cuanto la aceptación de las discrepancias, mientras no quebranten aquel acuerdo ni degeneren en violencia, contribuye a sostener la convivencia democrática al conspirar contra el surgimiento de cualquier proyecto mayoritario que pretenda adueñarse de todo y decidir unilateralmente todo.
En efecto, desde Maquiavelo sabemos que la desunión en el seno de una República, en lugar de ser causa de ruina, puede tener consecuencias beneficiosas para su estabilidad en la medida en que los "humores" de las partes, encauzados institucionalmente, pongan freno al deseo de dominación salvaguardando la libertad. Por eso, Bobbio habló de "la fecundidad del antagonismo", en alusión a una línea argumentativa (muy presente en la tradición liberal) que supo ver en la contraposición entre opiniones adversas la razón de ser, no solo del equilibrio social y político, sino también del progreso del conocimiento. Las célebres prevenciones de J. S. Mill contra la "pacificación intelectual", que petrifica el pensamiento y desalienta el debate, se inscriben precisamente en esa línea.
Sin embargo, la defensa de un disenso razonable (sólo mensurable en los hechos) como remedio al afán de homogeneidad puede convertir el diálogo en un asunto de necesidad pero no de elección. Me siento obligado a negociar, porque no cuento con el respaldo suficiente para imponerme. Disfrazo mi intransigencia permitiendo a mi oponente expresarse, pero sin abrirme a sus razonamientos ni a mi eventual rectificación. Ahora bien, ¿qué garantía de objetividad y sensatez podría tener si no someto al juicio de los demás mis propias ideas? Otra cosa, por consiguiente, sería promover el diálogo como una opción personal y como motivo de reconocimiento entre perspectivas diferentes y hasta potencialmente contradictorias que, al conversar, se enriquecen sin asimilarse. Esto es más que la mera tolerancia hacia opiniones que a lo sumo respetamos para no pasar por autoritarios. De ahí que el consenso nacido de la común observancia a las reglas legales no parezca, en rigor, suficiente, aun cuando este consenso, como diría Sartori, proporcione "la moderación que convierte el conflicto en menos que conflicto". Sobre todo en sociedades que, al no poder superar viejos enconos, se encuentran de alguna manera inhibidas de abrirse esperanzadamente al porvenir.
Siendo así, ¿qué concesiones recíprocas, qué acervo común de valores y hábitos de conducta podrían cimentar esa deseable convivencia ciudadana? ¿Puede el mismo diálogo contribuir al descubrimiento de esos valores que preceden a los interlocutores e incluso a las reglas aunque permanezcan latentes u olvidados? ¿Hasta qué punto la proximidad que nos brinda la pertenencia a una misma época y a una misma comunidad política puede también promoverlo? Decía Renan: "Cuando se trata de recuerdos nacionales, los duelos valen más que los triunfos ya que imponen deberes y nos obligan a un esfuerzo en común". ¿Qué papel, entonces, jugaría el recuerdo de los sufrimientos padecidos para mitigar nuestros desencuentros sin llegar a eliminarlos?
Tal vez en el propio diálogo civilizado logremos descifrar qué grado de discordia es compatible con la democracia y qué nivel de consenso, más allá del procedimental, puede servir, como "condición coadyuvante" pero no necesaria, a nuestra existencia ciudadana. Hablaríamos entonces, para seguir con Sartori, de una "democracia lograda" cuyos protagonistas pueden discutir sin odios y sin segregarse, canalizando sus desacuerdos, pero unidos por el anhelo de continuar la vida juntos. De todas maneras, si no admitimos que el conflicto es, hasta cierto punto, consustancial a toda sociedad que se diga abierta y plural, el derecho a manifestar nuestro disenso y la sana convivencia entre mayorías y minorías se verán siempre amenazados.
Profesor de Teoría Política