Los límites constitucionales de las facultades delegadas
El proyecto de ley presentado por el oficialismo con el objeto de obtener facultades delegadas para el Poder Ejecutivo resulta curioso, no tanto por lo inesperado, sino por lo inexplicable. Mal escrito, mal fundado, irreflexivo, torpe, arrogante y pendenciero, se presenta como si la Constitución no dijera lo que dice, como si la Corte Interamericana no hubiera hecho las aclaraciones que hizo y, particularmente, como si la Corte Suprema no hubiera fallado como falló, apenas unas horas antes de la llegada del proyecto.
Hagamos, de todos modos, el esfuerzo argumentativo que no han hecho los asesores del Gobierno, y tratemos de ver qué es que es que el Gobierno podría alegar para sostener su pedido de mayores poderes y facultades delegadas. Comencemos por el argumento más común, aunque menos interesante, de los ofrecidos por el oficialismo y sus seguidores. El argumento dice: “si los poderes de emergencia están previstos en la Constitución ¿como no van a poder aplicarse hoy? Si esta situación no es considerada una emergencia, entonces ¿cuál podría serlo?” Primer gran error. La Constitución repudia con duros términos tanto a los decretos de necesidad y urgencia (a los que fulmina en el artículo. 99 inc.3, considerándolos “nulos de nulidad absoluta e insanable”), como a la legislación delegada (el art. 76, referida a esta posibilidad, comienza diciendo: “se prohíbe la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo”).
Pasemos prontamente a una “segunda vuelta” argumentativa. Los amigos del Ejecutivo podrían respondernos: es cierto que a la Constitución no le gustan los poderes especiales, pero también lo es que, finalmente, y como excepciones, los termina reconociendo. Segundo gran error. En el artículo 99 inc. 3, la Constitución abre la puerta al accionar del Ejecutivo, pero no frente a “circunstancias excepcionales”, sino (cito la clarísima letra constitucional) “solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”. Por supuesto, no se trata de una autorización vacía: son muchos los casos que podrían cumplir tales requerimientos: la invasión de una potencia extranjera; un tsunami que exige acciones absolutamente inmediatas; un terremoto que obligue, al instante, a movilizar recursos de todo tipo; etc. Sin embargo, si se trata de una tragedia que -como la actual- nos permite aún “seguir los trámites ordinarios…para la sanción de leyes”, entonces, el accionar del Ejecutivo sin el Congreso pierde justificación. Ya no hay excusas que puedan alegarse en nombre de la Constitución. Punto.
Pasemos entonces a una “tercera vuelta” argumentativa. El bloque oficialista podría decirnos: “muy bien, solicitamos entonces (ya no actuar a través de decretos de emergencia, sino) poderes delegados por el mismo Congreso, como los que la Constitución, en su art. 76 autoriza.” ¡Excelente!, podríamos exclamar. Está muy bien que recurran -pidiendo ayuda y buscando acuerdo- al Congreso (¡aunque haya promovido un debate sólo masculino al respecto!). Sin embargo, el Gobierno no debería olvidar que su demanda de poderes delegados por el Congreso, para actuar durante la emergencia, enfrenta límites estrictos. Pienso en límites que han sido establecidos no por la oposición política, ni por sus adversarios jurídicos, sino por la Constitución. Pienso, además, en límites que no se derivan de interpretaciones rebuscadas o “sacadas de la galera,” sino en restricciones que emergen clara e indisputablemente del lenguaje de la Constitución. Así, por ejemplo, los requisitos establecidos por el propio artículo 76 sobre emergencias (requisitos de plazo estricto, materias que no pueden delegarse); o los dispuestos en el viejísimo artículo 28 de la Constitución (que dice que, en ningún caso, a través de la reglamentación de la ley, se podrán “alterar” los derechos establecidos en la Constitución -i.e., el de educación). (Alguien podría replicar: ¿cómo es que el poder político no va a poder limitar ciertas libertades en pos de la salud, como cuando restringió en todo el país el consumo de cigarrillos en los espacios públicos? Respuesta: lo puede hacer, pero como lo hizo entonces, por ley y no por decisión unipersonal del Ejecutivo).
En una “cuarto vuelta” argumentativa, el oficialismo podría alegar que la Constitución fija principios demasiado generales, que deben ser repensados para casos concretos: la pandemia requiere readaptaciones permanentes y atención a los detalles, frente a riesgos antes desconocidos. Por lo tanto, podría decirse -frente a esa falta de claridad legal- debe ser la autoridad ejecutiva la que decida, con la rapidez y flexibilidad que la situación demanda. Sin embargo, este reclamo enfrenta un grave problema y es que, justamente para resolver ciertas fundamentales controversias en torno a cómo pensar los detalles de la Constitución, se solicitó la intervención de la Corte, y ella acaba de pronunciarse. Aunque dividiendo su decisión en tres votos distintos, la Corte afirmó de modo unánime algunas ideas, de las que aquí subrayaré sólo dos. Primero: por más emergencia que se invoque, la Corte considera y considerará inválidas las limitaciones que se establezcan a derechos constitucionales por vías ajenas a los procedimientos establecidos por la Constitución, o que no cumplan con estrictísimos requerimientos de legalidad, proporcionalidad, razonabilidad, necesidad (como los establecidos -nos recuerda el fallo- por la Corte Interamericana, en el reciente documento “Covid y Derechos Humanos”). Segundo: la Corte sostuvo que, por más emergencia que se invoque, el “federalismo de concertación” y de “buena fe” debe respetarse, asumiendo la autonomía y prioridad (por pre-existencia) de las provincias y la CABA (la Constitución no habla de “conglomerados” o “AMBA”, por ejemplo) sobre la Nación.
A la luz de las contundentes limitaciones que el actual orden constitucional establece, resultan sorprendentes muchas de las iniciativas (las más importantes) impulsadas por el proyecto de ley de emergencia. Por razones de espacio menciono sólo los principales problemas que muestra el proyecto: i) contra la Constitución y el fallo de la Corte, pide al Ejecutivo que, antes de actuar “consulte” (¡meramente!) con las provincias, en lugar de reconocer que está lidiando con facultades “concurrentes” sobre las que las provincias tienen decisión prioritaria; ii) tomando como inexistente el fallo de la Corte, el proyecto -provocativamente- vuelve a hablar de “aglomerados”, en lugar de provincias y CABA; iii) desconociendo al lenguaje constitucional y al fallo de la Corte, trata a los gobernadores provinciales como meros “delegados” del gobierno central; iv) contradiciendo lo establecido por la Constitución, la Corte Interamericana y los tratados internacionales, vuelve a avanzar en la limitación de derechos en pandemia y -de modo beligerante e irresponsable- insiste con la no-presencialidad en las escuelas, como si la Corte no hubiera fallado o el Presidente pudiera “seguir haciendo lo que se debe, con independencia de lo que la Corte diga.”
En lo personal, aplaudiría a un gobierno que obrase a partir de convicciones firmes y que, frente a obstáculos políticos y/o fallos judiciales desfavorables, buscara acuerdos democráticos más amplios para defender sus iniciativas; explorara alternativas inclusivas basadas en el diálogo; o renovara su carga argumentativa, para tratar de fundar de mejor modo lo que no supo o no pudo defender bien en su momento (o defendió de un modo directamente chapucero). Un gobierno no puede, en cambio, reaccionar como lo hizo éste, esto es, tratando a quienes piensan diferente como ignorantes o suicidas; desconociendo la existencia misma de la oposición (“que gane elecciones”); o actuando como si el fallo unánimemente adverso no hubiera existido o constituyera, por ser adverso, una especie de “golpe de estado”. El Gobierno debe saberlo: en el marco de una democracia constitucional, como la que todavía tenemos, él tiene límites que respetar, procedimientos que seguir, y derechos que resguardar, más allá de cuántas elecciones gane, o cuántos votos retenga en su mano.