Los libros encubiertos de un rebelde silencioso
Un lector apasionado y voraz traza calladamente con su inmensa biblioteca el horizonte de la libertad para su agradecido discípulo
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Alberto D. era un lector apasionado y voraz. Cuando lo conocí, hace más de cuatro décadas, tuve la impresión de que ese mundo de letras en el que estaba sumido era una forma de atenuar sus dificultades para comunicarse con los demás. Que allí, en su universo de libros, mantenía una vida paralela, llena de misteriosos diálogos, de batallas épicas, de búsquedas, complicidades e imaginarias rupturas.
Leía absolutamente de todo: clásicos, modernos, posmodernos, policiales, románticos, historia, ciencia ficción. Pero, siguiendo el hilo de tiempo de las ediciones que poseía, una verdadera adicción lo había atrapado con el correr de los años: las biografías, los ensayos y testimonios acerca de las redes de espionaje del siglo XX, y, en particular, todo lo que remitiera al sofisticado sistema de infiltración y cooptación creado desde los inicios de la Unión Soviética, primero bajo el impulso de Vladimir Lenin, y luego, llevado hasta el paroxismo durante el estalinismo.
Siempre en ese universo, como si una cosa condujera a la otra, tenía una impresionante variedad de obras acerca de las figuras más crueles y siniestras de la era contemporánea: Hitler, Mussolini, Goebbels, Beria y, sobre todo, Stalin.
Pude descubrir la verdadera dimensión de su búsqueda desenfrenada de respuestas solo cuando se corrió el velo de esos estantes encorvados por el peso de su inmensa colección privada. Y cuando digo velo, la expresión es casi literal: Alberto D. poseía una extraña costumbre: sus libros estaban cubiertos con papel de regalo. Todos de igual color. Tenía una manera particular de forrarlos y había logrado convencer a una vendedora solícita de una de las cadenas más importantes de la ciudad de que le cediera rollos enormes con los que protegía de miradas ajenas sus miles de volúmenes.
Poco antes de su muerte, ansioso por obtener un material que requería para una nota, fui a visitarlo. Él ya era un anciano, tenía una salud precaria, pero conservaba una memoria y una lucidez inoxidables.
–¿Usted tendrá tal título? –le pregunté con sumo cuidado, consciente de que la única avaricia que cultivaba tenía que ver con ese territorio inexpugnable.
Para mi sorpresa, no refunfuñó.
–Fijate en el segundo estante, empezando de arriba, hacia la izquierda –me indicó.
Había pasado la primera prueba: tenía la visa de acceso. Pero faltaba superar un inconveniente casi insalvable: todos los ejemplares eran gemelos. Finalmente, me fue orientando desde la otra habitación, en donde permanecía casi inmovilizado por los fuertes dolores: “Tiene unas 450 páginas, es de tapa blanda, no podés confundirte”, ordenó.
Efectivamente, El fin de la inocencia, de Stephen Koch, yacía, con su envoltorio intacto, en el sitio indicado. Miré la paginación: 451 folios.
Devoré en un par de días aquella semblanza de Willi Münzenberg, un agente de inteligencia de origen alemán que, al servicio de la URSS, había formado en los años treinta una red de espionaje que llegó a contar con topos infiltrados en el exquisito mundo cultural de Europa y los Estados Unidos, contando con un staff integrado por centenares de los más famosos artistas e intelectuales del momento.
Como tengo por costumbre subrayar los textos –un sacrilegio que Alberto D. jamás hubiera perdonado–, lo hice con un portaminas de una textura apenas perceptible. Terminada mi labor, borré prolijamente las huellas del delito y me dispuse a retornar el ejemplar a su dueño. Libre de cargo y culpa, se lo entregué a las setenta y dos horas.
Apenas lo recibió de vuelta lo abrió y pude ver su cara de espanto: tomó una goma de borrar y terminó de quitar una de las marcas, que a mí se me había pasado por alto. Pero no dijo nada. Comprendí entonces que, finalmente, había aceptado, con silenciosa resignación, aquella herejía por una simple razón: por primera vez, yo estaba autorizado a ingresar en sus dominios.
La noche del último adiós no me dijo nada. Pero su mirada era la de alguien, apenas atemorizado, que se disponía a partir con algunas tareas resueltas. Entre ellas, imaginé, estaba su legado de palabras escritas. Y una parte de ese capital me estaba destinada: aquellos títulos que le habían permitido abrir los ojos acerca de la ideología blindada que nos hermanó en otros tiempos: los testimonios del comunismo al desnudo.
Algo curioso ocurrió cuando, finalmente, me enfrenté a la colección de sus criaturas envueltas. No sabría explicar cómo, pero inmediatamente localicé una veintena: En busca de la utopía, de Arthur Koestler; El gran juego, de Leopold Trepper; Operaciones especiales, de Pavel y Anatoli Sudoplatov; El pasado de una ilusión, de François Furet, y media docena de biografías de Stalin, entre tantas otras. Sentí en ese momento que Alberto D. me iba guiando en la búsqueda, como aquella vez que me llevó hasta el ejemplar de Koch. Como si un camino de invisibles postas, trazadas desde el aire, me señalara el recorrido.
Cuando llegué a mi casa con la pesada carga, desnudé uno a uno los ejemplares: ya no era necesario que permanecieran solapados, porque su enigmático propietario –que los preservó por años– había por fin partido; porque esas preciosas piezas, cómplices de su soledad, estaban destinadas ahora a constituirse en herencia. Y yo era su heredero. Despejé el estante más visible de mi biblioteca, les di alojamiento y me dediqué a leerlos –en realidad, a estudiarlos con fruición– sin privarme de los lápices y los resaltadores. Algo me indicaba que, al transgredir su voluntad de mantenerlos impolutos estaba, en realidad, cumpliendo con su propio deseo: me había convertido en un lector independiente, en un auténtico discípulo.
Mi larga relación con Alberto D. había estado signada, en verdad, más que por palabras explícitas, por gestos e insinuaciones. Cuando, en los años 80, comenzaron mis vacilaciones acerca de qué hacer con mi pertenencia al Partido Comunista –en ese entonces, él seguía siendo parte del aparato clandestino de finanzas de la organización–, solo se limitó a brindarme apoyo en mis decisiones, sin emitir juicios de valor. Sabiendo que me gustaba el periodismo, un día apareció en casa con una PC (valga la paradoja) y la dejó sobre la mesa del living. Por entonces, tener una computadora era la ilusión de mis futuros colegas, que todavía tecleaban sobre papel pautado en las viejas Olivetti Lexicon 62. De modo que yo abracé el oficio, que me sacaría finalmente de la militancia, tipiando rudimentarios artículos desde una isla de modernidad. Cuando, muchos años después, escribí El día que maté a mi padre. Confesiones de un ex comunista, Alberto D. leyó los originales y, con lágrimas en los ojos, me dijo por primera vez: “No sé cómo pudimos creer en esto”. Desde entonces, ese lamento se lo escuché repetidas veces: solía ser el epílogo infaltable luego de leer cada uno de los libros que ahora integran mi colección; varios de ellos, relatos autobiográficos de exmilitantes y agentes encubiertos que pagaron su decepción con años de cárcel en las mazmorras del totalitarismo soviético, victimarios devenidos víctimas en las celdas de la Lubianka y en los gulags siberianos.
Comprendí con el tiempo que nuestros recorridos se habían superpuesto. Solo que él, ya mayor, apostó a mi salvación, consciente de que su vida estaba pegando la vuelta. Sin decirlo, me había trazado el horizonte de la libertad. Deseaba que la verdad no me tomara desprevenido como lo había tomado a él. Pero jamás me indujo a romper con aquella religión secular, solo fue sosteniendo mi deseo, iluminando el camino, para que yo evitara repetir una experiencia que él había padecido en silencio y con la sola ayuda de esos textos encapsulados.
Al desaparecer su cuerpo, todo lo que yo buscaba, desde la teoría y la práctica, se encontraba finalmente en la biblioteca de mi suegro. Y fue así como retomamos un diálogo que nunca habíamos logrado hilvanar.
No sé cómo pudimos creer en esto, Alberto D.
Ensayista. Miembro del Club Político Argentino