Los libros de la buena memoria
Jakob Mendel tiene una memoria infinita; es una memoria específica para los libros, las ediciones, los detalles bibliográficos. Todo su talento para recordar se vuelca allí: su cerebro es el mayor catálogo del mundo, siempre dispuesto a engordar esa larga lista de títulos, un don que accede a compartir con todos los que se acercan a su mesa del café Gluck en Viena. Es 1915 y Mendel no registra nada de lo que pasa a su alrededor, ni siquiera que hay guerra o que su condición de judío lo pone en riesgo. Este es el centro del clásico y hermoso relato de Stefan Zweig Mendel, el de los libros, escrito en 1929 y una curiosidad, porque es una especie de preanuncio del Funes, el memorioso que Borges publicaría por primera vez en 1942, justo –otra curiosidad- el año de la muerte de Zweig. Mientras Mendel solo tiene una memoria vinculada a todos los libros del mundo y puede perder su vida por no prestar atención a otra cosa, la memoria de Funes lo abarca todo, permanentemente y sin descanso. No hay nada en el universo (concreto y abstracto) que Ireneo Funes deje de registrar desde su cama. Mendel no mira nada fuera del albergue de una página; Funes, en cambio, lo absorbe todo y enferma por no poder olvidar.
Mendel no mira nada fuera del albergue de una página; Funes, en cambio, lo absorbe todo
Mendel y Funes son casos extremos, los mortales nos movemos con otros parámetros aunque solemos hacernos las mismas preguntas. Todos querríamos borrar los malos momentos y dejar en la película de nuestra vida solo esos espacios de felicidad y placer que nos marcaron. No conozco a nadie que no haya querido en algún momento suprimir para siempre un rostro asociado al dolor, como ocurría en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, acaso el filme más triste de la historia. Pero no podemos. “Recordar es un proceso de total reconstrucción”, explica el científico Pedro Bekinschtein en su ultra recomendable 100% memoria, en donde procura explicarnos, a través de ejemplos cotidianos y entretenidos, lo que tantas veces nos preguntamos: por qué la memoria insiste en llevarnos a cierto lugar.
No conozco a nadie que no haya querido en algún momento suprimir para siempre un rostro asociado al dolor
Es feriado y estoy sentada a la hora del crepúsculo en la casa de mis tíos. Me veo en este living a los 13, con mis pantalones celestes de piel de durazno tratando de meterme a bailar entre los amigos de mi prima, durante su fiesta de 15. Vuelvo a escuchar a mis tíos, se están yendo. ¿Qué será más saludable a cierta edad: intentar retenerlo todo como Funes o concentrarse en un puro objeto de deseo y dejar afuera el resto, como Mendel? Me levanto del sillón impulsada por un recuerdo abrupto. Acá, en este mismo rincón, me paraba cada vez que veníamos de visita. De esta biblioteca leí a escondidas las primeras escenas de sexo en Las tumbas, de Enrique Medina; de acá tomé prestado Boquitas pintadas, de Puig, que leí de un tirón durante los días de duelo por la muerte de Perón, en 1974. De acá, también, me estoy llevando Carta abierta a Buenos Aires violento, de Eduardo Gudiño Kieffer, otro de mis primeros libros elegidos sin tutela. Me llevo este libro y me llevo también dos fuentes de acero inoxidable, copas y algunas botellas de vino porque mis tíos, con más de 80 años, se decidieron a empezar de nuevo en Israel, donde vive mi prima, la misma que festejó sus 15 en este living.
Con absoluto criterio, mi tía define a quién darle esas cosas que durante tanto tiempo guardó en placares, estanterías y cajones. Pese al esfuerzo que significa dejar la casa en la que pasaron su vida, los veo más vitales y activos que muchas personas más jóvenes que ellos. Los veo desprenderse de cosas que acumularon durante décadas y aunque están tristes siento, me hacen sentir, que para ellos es también una liberación esta limpieza obligada que los hace viajar a un futuro nuevo sin la mochila del tiempo encima. Saben que los objetos no son los recuerdos. Saben que quitarlos de la vista no apagará la memoria.
Twitter: @hindelita