Los Largos
No sabría decir exactamente cuándo, pero pasa. Una mañana -fechada en el decimotercer verano juntos- tu hijo sale de la cama, saluda y ya es otro. Algo en la mirada, en el tamaño de los pies, en la protuberancia de los huesos del codo, que se acomodan como pueden debajo de una piel que comienza a quedarle chica. Nadie te lo cuenta porque sería demasiado cruel, pero tu hijo se fue. De aquel nene redondo ya no queda nada.
Habrá pues que acostumbrarse a este nuevo traje que todavía le queda enorme. Lo notás viendo a Los Largos juntos, en esa convención de torpezas que son todos ellos parados en la plaza, justo antes de entrar al cole. Se empujan, se ríen, se acomodan esos nidos de pájaros imposibles que cada quien lleva en la cabeza.
Los Largos son así; tan emperrados en ser originales que terminan convertidos en un único chico. Se protegen clonándose, repartiendo entre varios los mismos gestos, idéntico pelo, esa misma actitud desdeñosa de gato de depósito.
Tal vez por eso, cuando quedan solos, Los Largos dan al mismo tiempo gracia y pena. Metidos en cuerpos que los exceden y aún no controlan, son los operarios de un gigante en su primer día de trabajo. Ese paso desgarbado lo dice clarísimo: hay un chico ahí adentro, todavía aprendiendo a manejar los controles y equivocándose con la voz, con los ademanes. Golpeándose contra las cosas de siempre, de repente extrañas. Pero, así y todo, lanzándose a una ciudad que los odia y que ellos aman por esa misma razón. Porque no los quiere, porque los hace sentir indefensos y, a la vez, capaces. El primero que domine las líneas de subte sin perderse o se anime a la noche en ciertos barrios se lo contará a los demás como una hazaña. Y los demás lo mirarán mientras se acomodan el nido de cigüeña del techo y tratando de que la admiración no se les note tanto.
Dentro de casa, con el tamaño llegará la cocoritez, que es una variante del desafío desarrollada por los adolescentes para lidiar con sus madres. Con cualquier madre. Como prueban los pichones el ancho de sus alas volando entre las ramas de siempre, también Los Largos ensayan su poder de picotazo en la cocina, a la hora de la cena o en el momento de hacer la tarea. Ellos saben, saben todo, y todos juntos saben más todavía. Intercambian explicaciones y consejos. Se dan la razón. Nadie mejor que ellos para hacer un tutorial del mundo, así solo conozcan de él un par de manzanas. Y la línea D, de punta a punta.
Pero después, de noche, algo vuelve a pasar. Como si -junto con la ropa del día- se sacaran de encima también el tamaño. Véanlos dormir: ahí están otra vez las pestañas de cuando eran chiquitos. La respiración acompasada de las primeras noches en casa, cuando nos levantábamos de madrugada a ver si todo estaba bien. Si ellos estaban bien. Cuando Los Largos no eran aún los largos, sino los cóncavos, los redondos, durmiendo una calma de papel de arroz. "Por virtud absolutoria del sueño", diría alguno, Los Largos vuelven cada noche al origen y nosotros aprovechamos para volver a mirarlos. Noche de paz.
Con el día regresa la batalla. Y la batalla está hecha sobre todo de órdenes:
-Bañate.
-Peinate.
-Cambiate, ¿querés?
-Vení que ya está la comida.
-Estudiá.
Los Largos protestan, con resoplidos o en voz alta. Cada cordón atado, cada ropa sin demasiadas manchas, cada tarea hecha es nuestra pequeña conquista. La de ellos es bien distinta y está amasada con todos los instantes robados al latín, al repaso, a las explicaciones. Por eso cuando pueden se zambullen en el celular, como quien hace el más glorioso de los clavados en el mar adonde nada el resto de Los Largos. Y de Las Largas, vamos.
A veces dejan de actuar de grandes y aceptan algún mimo que no comprometa su flamante condición de adultos de estreno. Puede incluso que se dejen acariciar la espalda so pretexto de "Te saco una pelusa que tenés acá". A veces, muy excepcionalmente, Los Largos te abrazan. Y desde esa misma altura, por un segundo, te miran como si la hija fueras vos. Te dicen, sin palabras, que también esto va a pasar. Que es solo una tormenta de hormonas y de huesos estallados. Que duele. Que te quedes cerca. Que nunca, jamás, se lo digas a nadie.
PLAYLIST. Mientras escribí este texto escuché: Canción de cuna, Tonolec; Guanuqueando, Divididos.