Los jueces no son eternos
La reforma constitucional de 1994 estableció que para mantenerse en el cargo de juez luego de los 75 años era necesario un nuevo nombramiento por parte del presidente con el acuerdo del Senado y que esa designación sería por cinco años y podía repetirse indefinidamente por el mismo trámite. También se prescribió que esa norma entrase en vigor a los cinco años de la sanción de la reforma constitucional.
Por su parte, el art. 110 -que provenía de la sanción originaria de 1853- había ordenado la conservación de los cargos por parte de los jueces mientras durara su buena conducta, como una de las garantías de la independencia del Poder Judicial.
No hay conflicto entre estas normas, ya que debe interpretarse la Constitución siempre de manera sistemática y armónica. En efecto, dentro del límite fijado, se mantiene el principio de la inamovilidad cuando se ejercita el cargo, para asegurar la independencia de los jueces.
La Convención Nacional Constituyente fue muy prudente al fijar ese límite -que tiene en cuenta el promedio de vida de las personas- y, como se comprueba con un análisis de derecho comparado, y también respecto de los límites de edad y tiempo de permanencia en los cargos de los jueces de cortes o tribunales constitucionales de otros países y de los máximos tribunales internacionales.
No obstante, esta norma suprema fue cuestionada en razón del planteo judicial formulado por un miembro de la Corte Suprema, el doctor Carlos S. Fayt, que finalmente logró un fallo favorable de sus colegas en 1999 que declaró la nulidad de las dos cláusulas constitucionales antes mencionadas, lo que originó uno de los más importante debates en materia de teoría constitucional.
Posteriormente efectuaron similares planteos otros dos integrantes del tribunal: Enrique Petracchi y ahora Elena Highton de Nolasco, entre otros jueces inferiores. Antes de analizar esa cuestión, debemos poner de relieve que, a diferencia de la actitud de esos magistrados, tanto Augusto César Belluscio como Eugenio Zaffaroni renunciaron a sus cargos con el argumento de que estaban por cumplir 75 años, que no querían aprovecharse de la sentencia que se había dictado en el caso de su colega Fayt y que querían respetar la Constitución nacional.
Hemos analizado el caso Fayt -y su precedente, el caso Iribarren, también de 1999- en nuestro libro El caso Fayt, donde concluimos que se trata de precedentes erróneos, inconstitucionales, con sentido corporativo y de enorme gravedad institucional, pues afectaron nuestra seguridad jurídica, al incumplir la Constitución.
Esos fallos, y los posteriores dictados en diversas instancias -como el reciente del juez Lavié Pico-, violaron las bases de la teoría constitucional en torno al trípode formado por el concepto de poder constituyente, la idea de la supremacía constitucional y los principios del control de constitucionalidad.
En efecto, esos fallos desconocieron que el poder constituido -como es incluso la propia Corte- debe obedecer y cumplir lo ordenado por el poder constituyente, que es la máxima expresión de la soberanía popular y que es el único que puede sancionar o modificar la Constitución.
Por su parte, la supremacía que tiene aquella debe ser asegurada en especial por el Poder Judicial y por el máximo tribunal, que es la Corte, puesto que deben ser los guardianes de ella, cuando en estos precedentes se hizo exactamente lo contrario.
Y en cuanto a los principios del control de constitucionalidad, como los de cuestiones políticas no judiciales o la presunción de constitucionalidad de los actos públicos, fueron dejados de lado.
A eso hay que agregar la falta de excusación de los jueces de la Corte que así fallaron, pese a la recusación efectuada por el procurador general Nicolás Becerra sobre la base de la normativa vigente.
Por eso consideramos adecuada la actitud de los abogados representantes del Poder Ejecutivo, al solicitar el rechazo de la acción de amparo planteada por Highton de Nolasco. Y por consiguiente nos resultó incomprensible la falta de apelación a la resolución de primera instancia.
Este nuevo quebrantamiento de la Constitución, que profundiza la anomia que nos caracteriza, debe ser corregido por un nuevo fallo de la actual integración de la Corte Suprema.
Profesor titular plenario de Derecho Constitucional (UNC); vicepresidente de la Comisión Redactora de la Convención Nacional Constituyente de 1994